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Educar, instruir, enseñar... ¿para qué?

José Castillo Farreras

No se si la instrucción pueda salvarnos,
pero no se de nada mejor.

Jorge Luis Borges


La educación es el arte filosófico
por excelencia..

Antonio Caso

La pregunta

Educar, instruir, enseñar, ¿para qué? La pregunta no es ociosa, ni frívola. Equivale a esta otra, más dramática: ¿La escuela, para qué? Ciertamente, la respuesta podría ser muy simple: «Para adquirir cultura», pero la pregunta sigue en pie y camina, ¿y la cultura, para qué? Porque, además, hay cultura sin escuela, quiero decir, sin centros escolares, sin planteles, ni maestros oficiales, por ejemplo cuando se transmiten conocimientos de generación en generación, oralmente, esto es, la cultura popular tradicional, que se genera en casa, en la calle, en el campo, en el taller. Y la «alta cultura» no la necesitó durante un largo período de la Grecia clásica, ni antes, ni un tiempo después. Se desarrolló en el ágora, en jardines, en lugares abiertos.

¿Qué se enseña?

Hoy en día en muchas sociedades sólo puede enseñarse el contenido de la propia cultura, no el de culturas extrañas. Y es normal que así suceda. Las otras son ahí semidesconocidas. ¿Cómo podrían enseñarse? Esto sucede de manera especial en las sociedades ágrafas, cuando guardan distancias respecto de la etnia dominante en un país, y ésta, además, las ignora y las desprecia o las toma como objeto de curiosidad turística (como folklore) o de estudio antropológico y nada más. Los viejos enseñan oralmente a los jóvenes sólo los elementos de la propia cultura y con ellos les proporcionan conocimientos valiosos y suficientes para su sobrevivencia y para la misma sobrevivencia cultural, que los jóvenes luego transmitirán a sus hijos. No necesitan más. No necesitan la computadora, la máquina fotográfica, ni el automóvil, que de nada positivo les servirían y sí, probablemente, como instrumentos de dominación sobre ellos y de destrucción de sus culturas.

Según el grado de alcance que la cultura tenga y, sobre todo, de los medios que para fortalecerla detentan los pueblos, su cultura se expandirá, para irrumpir en las otras, pero estas otras podrán asimilarla también, para bien o para mal, según sus capacidades de recepción. A los pueblos sin escritura se les puede estudiar lo mismo en Heidelberg que en Harvard, pero la cultura que se genera en estas universidades no es siempre transmisible a esos pueblos. A estos, si les llegan los medios de comunicación social (TV, radio) a menudo no les llegan más que para contaminarlos, si acaso con la cultura de la estulticia y la frivolidad, y en lengua extranjera pues no se traducen a su lengua sus mensajes, ni siquiera sus anuncios publicitarios. Algo parecido sucede con los sectores analfabetos o cuasi analfabetos de todas las sociedades, hasta de las industrializadas. En las grandes zonas urbanas la gente de los barrios marginados pueden tener acceso a la televisión, pero no se les ha creado el gusto, ni tendrían porqué tenerlo, para escuchar y ver canales culturales. Y es así que si se ha estado creando en tales etnias y zonas urbanas una cultura popular las incursiones de los medios la han substituido por una pseudo cultura de adefesios, mal gusto y ordinarieces. Por eso hoy en un alto porcentaje la cultura «popular» de las naciones es sobre todo la basura cultural de los medios y no la del «vulgo» verdadero. Lope de Vega dijo alguna vez que «el vulgo hace el idioma», pero el vulgo ya no hace el idioma ni nada, porque el vulgo ya no es el pueblo, como lo fue siempre, sino la T. V y sus voceros. La Escuela Filosófica de Francfort y especialmente Theodor W. Adorno han hecho constantes denuncias al respecto.

Para qué me sirve

Estamos moldeados, sin duda, por el pragmatismo y el utilitarismo. Casi todo queremos medirlo con el patrón de lo útil y lo que nos parece inútil lo despreciamos. Esto es un producto de la moderna sociedad capitalista, que es no sólo la sociedad del dinero y de la propiedad privada, sino de lo «útil» que es casi lo mismo. Lo útil debe ser en última instancia útil para adquirir, para tener, aunque luego advirtamos que mucho de lo que adquirimos no sirve para nada o casi para nada. Veamos unos ejemplos tomados de la teoría de los objetos de Baudrillard: ¿Para qué sirven los diez o más grados de velocidad de una licuadora o la diversidad de tostado de un tostador de pan, por los cuales, además, se paga más? Parece ser que en la sociedad capitalista sirven sólo como elemento de prestigio social. A la vecina se le puede presumir de los múltiples grados de tostado con los que se cuenta en la cocina. Hay sin embargo, como contrapartida, humildísimos inventos de uso común, de autoría anónima, infinitamente más útiles, como los clips o el bolígrafo, de los que nadie blasona.

No sé si todo profesor esté de acuerdo con que hay alumnos, y más de los que nos imaginamos, que hacen preguntas como ésta, ¿Para qué me sirven las matemáticas, si yo voy a estudiar arte dramático?, o bien, ¿ Para qué me sirve la literatura, si a mí lo que me interesa es la química? Estas dudas se formulan naturalmente en el umbral del bachillerato. y parecieran razonables y válidas. No lo son. Por lo pronto, todos sabemos que cada asignatura tiene su importancia, sus objetivos y sus razones de ser. Sin embargo, una respuesta inmediata y directa sería: porque el bachillerato oficial tiene que dar cabida a todos los potenciales profesionistas y sentar las bases para sus estudios especializados en la carrera; además, como institución que atiende una pluralidad de educandos diferentes no puede por esto poner atención a las individualidades que, obviamente, por su edad y su condición humana, no están exentas de cambiar de parecer. Interesarse o no en el bachillerato por la literatura o por la química no excluye que más adelante aparezcan otros intereses e inclusive que se esfumen los que se tenían. De ahí que el bachillerato tenga que ser en cierto sentido «único» para todos, al menos en los dos primeros grados no propedéuticos, los que deben entenderse como de impartición y aprendizaje de una cultura general. No hay duda de que si los bachilleres no se cultivan en todo, terminarán con una insolente mediocridad su carrera.

Una regla técnica

El bachillerato se reconoce como la institución educativa de enseñanza media- superior que sigue a la secundaria y que es anterior -y base, de la especializada, la cual se imparte en las escuelas superiores y facultades. Es obvio que para algo «sirve» educar, instruir, recibir enseñanza formal en las escuelas. Si se quiere obtener un título universitario se tiene que aprobar el bachillerato, como requisito previo sine qua non. Esta idea conforma lo que en filosofía desde Kant se llama «regla técnica», que es una regla de conducta que reúne medios y fines y que explica muchas cosas: «Si quiero viajar por la autopista de México a Cuernavaca, tengo que pasar por el pueblo de Tres Marías (aunque no me guste)», «Si quiero que Petronila sea mi esposa, tengo que enamorarla (lo cual se compone de una cadena de actos que podrían desagradarme)», «Si quiero ser profesionista, tengo que transitar por el bachillerato y aprobarlo (aunque desdeñe la literatura o las matemáticas)». El bachillerato y lo que en él se enseña no es un fin, o es un fin que se convierte en medio para alcanzar fines ulteriores. La fórmula general de toda regla técnica es «Si A es, B tiene que ser». Hay que usarla.

La cultura como medio

Pero, ¿para qué más podría servir la cultura que se enseña en las escuelas? Creo que en cualquier caso la cultura es un medio, aun en aquellos hombres cultos que la aman desinteresadamente, por sí misma. La cultura nos da seguridad en ciertas circunstancias; nos abre caminos que se mantendrían cerrados sin ella. Nos hace ser tolerantes y comprensivos, aunque también exigentes y severos, vgr., ante las supersticiones y la estulticia cuando pretenden sustituir a la ciencia. Nos da herramientas para abrirnos paso por muchos caminos. Nos hace gozar más de la vida, aunque también puede hacernos padecer racionalmente. Nos ofrece muchos campos para el dialogo o la discusión. Nos conduce a la verdad, no a la absoluta e intemporal, que no existe, sino a la temporal y relativa. Nos hace que entendamos las fallas humanas, pero también nos convierte en críticos, con fundamento. Nos hace gozar lo que no todos disfrutan con intensidad y profundidad, como la música sinfónica, la poesía, la pintura, el arte en general, y , aun cuando no lo sepamos con plenitud, distinguir teóricamente, al adquirir sensibilidad para conformar en nosotros mismos el buen gusto, lo feo o lo no-estético, de lo bello y lo estético. Un hombre culto distingue entre un libro notable y un esperpento promovido, y en esto es cauteloso y no se deja llevar por la publicidad que, como sabemos, hoy genera un mal gusto atroz y arruina hasta los más exquisitos y cultivados. Por algo hoy es válido decir no sólo que la religión es el opio de los pueblos, sino también, por supuesto, la vulgaridad, la estulticia, el mal gusto, la frivolidad, de todo lo cual existen industrias. La escuela, en fin, nos da cultura, y la cultura es la que ha hecho el mundo que nos rodea, ese mundo distinto de la Naturaleza, pero que nos hace comprender a la Naturaleza. Sin cultura y sin su transmisión (la cual se hace hoy principalmente en los centros escolares) viviríamos todavía en la prehistoria y no tendríamos palabras para comunicarnos, ni comida ni bebida para vivir, pues las palabras, la comida y la bebida son productos culturales. Menos tendríamos automóviles, telefonía inalámbrica, aviones, televisión, computadoras, control remoto, internet, y no conoceríamos al Quijote, ni a Hamlet, ni a Raskolnikov, ni a Pedro Páramo, ni a Funes, el memorioso, ni a mil maravillas más del campo de la creación literaria. Porque la cultura existe, se enseña en las escuelas, se crea, se recrea y se difunde, podemos contemplarla, aunque sólo fuera en la fotografía o el cine. Así sabemos del Partenón, la Capilla Sixtina, Notre Dame de París y la Catedral de México, y sabemos de la existencia de grandes hombres en los diversos campos, como Sócrates, Shakespeare, Cervantes, Marx, Benito Juárez, Einstein, Freud, Wittgenstein. Y Espartaco, Tupac Amaro, Emiliano Zapata, Lenin, Fidel Castro o el Che Guevara.

La cultura siempre sirve para algo

Yo creo que la cultura no siempre sirve para todo, pero sirve siempre para algo y por eso no puede ser un fin por sí misma, sino un medio. Sirve, por lo menos (y ya es mucho), para transmitirla a los demás, como hacemos los profesores. Un hombre culto, que sólo él supiera de su propia cultura, o bien un sabio que lo fuera para sí mismo, no tendría razón de ser, ni sería culto ni sabio. Piénsese quién podría asegurar que alguien es un sabio si este hipotético sabio no ha transmitido a nadie su sabiduría. Es ésta una de las maneras en que se generan ciertos mitos. El hombre callado, taciturno, discreto, ensimismado siempre, por lo menos en apariencia, no necesariamente tendría que ser un sabio, aunque a muchos así lo parezca. ¿Cómo lo sabríamos? Por lo contrario, pudiera ser un torpe, un rústico, incapaz de hilar dos frases correctamente y por eso calla. Pero tampoco lo sabríamos, si no habla, si no ejerce la comunicación. Por eso estoy convencido de que un profesor de vocación, que lee, estudia, se prepara, se actualiza cotidianamente y no sólo en los cursos anuales, no puede encontrar peor martirio que el retiro. Porque, ¿a quién comunicaría sus conocimientos? Y no se responda que a los hijos o a los nietos, porque además de que hay quien no los tenga, los hijos y nietos ya no reciben las enseñanzas de los padres o los abuelos, sino sólo «en teoría» y en los viejos cuentos. En la práctica cada quien está en su casa y tal vez «Dios en la de todos», como dice el refrán, pero hasta ahí. Los antiguos patriarcados ya no existen o están en proceso de su total extinción. Juan Jacobo Rousseau, el gran revolucionario autor de El Contrato Social, El Origen de la desigualdad entre los hombres y el Emilio, decía: «El conocimiento, en la mayoría de los que lo cultivan, es una especie de moneda, que se estima en mucho, pero que sólo contribuye a nuestro bienestar en la medida en que se comunica. Si al hombre sabio se le priva del placer de ser escuchado, el conocimiento no significará nada para él» ¿Qué sucedería, me pregunto yo, si los nietos sólo quieren al abuelo por viejecito (si es que la vejez no les da miedo o repugnancia, como también suele suceder), pero no por sabio?

Todo lo que el hombre hace es cultura

Ahora bien, la cultura no sólo se obtiene en los libros o en la escuela, aunque es ahí en donde se puede lograr en su forma más elaborada, más sólida y con mayor objetividad. Por eso nadie es totalmente inculto, aun cuando no hubiera abrevado nunca de la cultura en la escuela. Siempre hay una educación informal que es «la que cada persona recibe durante toda la vida a través de la adquisición de actitudes, valores, habilidades y conocimientos de su propia experiencia... en el contexto social en que vive: familia, comunidad, medios de comunicación, iglesia, organismos e instituciones sociales, etc. (Manuel S. Saavedra R., Diccionario de Pedagogía, E. Pax, México, 200l, voz: «Educación Informal»). Lo que llamamos «buena» o «mala» educación es parte de esta educación informal; lo mismo sucede con sus parientes la cortesía, los buenos modales, la urbanidad, etcétera, es decir, las diversas formas de la convivencia social o convencionalismos sociales. Son cultura aun cuando a veces podrían quedar mejor ubicados en el cesto de la basura cultural, como se llamó a ciertos géneros de vida y a ciertos productos en la Escuela Filosófica de Francfort por Theodor W. Adorno y otros.

Los antropólogos concuerdan en que todo lo que el hombre hace es cultura. En consecuencia, lo que hace el hombre considerado como «inculto» es cultura también y asimismo lo que hacía e hizo el hombre prehistórico, mucho antes de que existieran las escuelas en cualquier sentido. Las diferencias son de grado y por ello es válido y sin contradicción lo que alguna vez dijo George Bernard Show agudamente, que «Un hombre instruido es un hombre ocioso que mata el tiempo estudiando». Esto es cierto y adquiere otro matiz de sentido en la mente popular, es decir, que el estudio y la cultura forman parte del ocio, o sea del «no hacer nada más que estudiar». Así lo fue entre los griegos aunque con una connotación jerárquica importante, se llamó «ocio creador». Aunque, claro, hoy mismo, para las familias muy pobres, que el adolescente estudie en vez de realizar un trabajo asalariado no es ocio creador, es pérdida de tiempo, es lo mismo que no hacer nada. Estudiar, dedicarse al arte, tocar un instrumento musical, escribir un libro, especialmente cuando nada de esto es remunerado, no es «trabajo», es «ocio», sobre todo en los adultos. En el caso de los niños podría considerarse un juego. A un amigo mío que desde jovencito se dedicó a la pintura y hoy es maestro, sus propios padres le decían al verlo pintar murales en las paredes de su casa que ya era tiempo de que se pusiera a hacer algo útil, es decir, a trabajar. ¿Y acaso no sucede lamentablemente todavía con el trabajo doméstico de las amas de casa y de su evaluación de parte del marido y de los hijos, trabajo al que pocos en la realidad reconocen en efecto como trabajo? La gente entiende como trabajo sólo el remunerado. No sabe que transformar conscientemente la naturaleza es trabajo y que en la casa la naturaleza se transforma de mil maneras por las señoras: al barrer, al sacudir, al lavar la ropa, al hacer la comida...

El estudio en el campo de las ciencias conduce a la verdad (claro, a la verdad científica), aunque también pueda suceder que haga incurrir en el error. Eso es definitorio respecto del estudio; científicamente es así como se avanza. Estudiar, cultivarse, adquirir conocimientos, supone obstáculos, pero al mismo tiempo proporciona las maneras de evitarlos y se evitan. En la escuela se pueden cometer torpezas, desatinos, desaciertos, que quien estudia sabe o debe saber sortear, porque, como decía Montaigne, el autor de los Ensayos, con razón, que nadie está libre de decir disparates, aunque lo malo es hacerlo en serio. En la escuela pareciera que los alumnos cometen «en serio» toda clase de disparates, pero no, no es así, se trata sólo de una ilusión propia de los profesores, pues año con año los alumnos cambian y los errores no suelen ser los mismos.

La cultura no sirve para todo

Lo aprendido en la escuela sirve para mucho, pero no sirve para todo. Puede tomarse como requisito para obtener una plaza en un centro de trabajo o para ser promovido en la que ya se tiene, aunque, a menudo, curiosamente no es el contenido del estudio ni su apropiación personal, sino las formalidades resultantes lo que se pide, me refiero a las constancias (un certificado, un diploma, un título, un documento cualquiera). De esta manera, al pedir la exhibición de un título como requisito, se puede estar pidiendo una constancia en la que no constan los conocimientos adquiridos. Esto es una verdad casi perogrullesca. Lo propio sucede con las «constancias» que se piden para los estímulos y ascensos escalafonarios. En rigor, en ellas no consta nada y consta algo de lo que muy pocos se enteran.

Por otra parte, ni educar, instruir, informar, enseñar, ni sus resultados, son siempre el medio más adecuado para «vivir bien». La cultura aprendida en las aulas, por significativa que fuera, no conduce necesariamente a la fama, ni al éxito, ni al dinero, que es a lo que en la sociedad capitalista contemporánea se llama «vivir bien» o «ser alguien». Recuérdese aquí el brillante relato de Sartre, Eróstrato, acerca de un hombre que quería «ser alguien», como el pastorcito de Éfeso, cuento que ha enriquecido la lengua con la palabra «erostratismo».

Quien dijera que la cultura es el puente a la riqueza, poco sabe de lo que dice. Hay hombres conocidos por sus calidades que murieron pobres y, a la inversa, hombres ignorantes y bobos repletos de dinero. Tal vez por eso intuitivamente algunos alumnos que son conscientes de que su vecino gana bien en el barrio y es chofer, cuasi analfabeto, o el dueño del puesto de refrescos y alimentos chatarra de enfrente de la escuela, tiene casa propia y una cuenta en el banco, abominan del estudio o no saben bien a bien qué fines persigue, pues la sociedad del dinero, la sociedad capitalista, les ha enseñado extraaula que la meta primordial del hombre es justamente eso, el dinero, la acumulación de bienes materiales, la posibilidad de ingresar al estatus de los que consumen o adquieren lo innecesario... Y esto, claro, no se los ha enseñado necesariamente la escuela, sino la vida misma de todos los días.

Cultura y libertad

Exclamaba patéticamente un muchacho: «Si no me va a rescatar de la inmundicia en que vivo en el barrio, ¿de qué me sirve el estudio?»

Los profesores tenemos que abordar con decisión, con claridad y plena conciencia esta disposición de ánimo, que es la de muchos jóvenes desesperanzados, en un mundo subdesarrollado, en el que los conocimientos y la cultura poco cuentan. Habrá qué evitar generar ilusiones, pero también es una obligación informar que los conocimientos, la cultura, lo que se aprende en la escuela, pese a todo, nos hace más libres, nos abre las puertas de la prisión de la ignorancia, y esto ya es mucho, asimismo que, como decía en la antigüedad Epicuro: Siempre es mejor ser infeliz, pero racional, que feliz, irracional. Lo cual es cierto, aunque la racionalidad y la libertad no nos den siempre en la vida la holgura que nos dan los bolsillos repletos de billetes de banco. Como profesores de filosofía tenemos el remedio para evitar pensamientos desesperados como aquél o la obligación de buscarlo y darlo, sin mentiras.

«La verdad os hará libres», dicen los Evangelios (Juan, 8, 32), pero, como sucede con las religiones, y no podría ser menos, esa verdad de que hablan es casi siempre verdad religiosa, y la verdad religiosa suele conducirnos a las supersticiones y creencias irracionales. ¿Realmente con la verdad seremos libres, por ejemplo, teniendo fe, creyendo en Dios y en el Espíritu Santo? ¿O todo ello nos hundirá en la pasividad? En este sentido, la verdad, esa verdad, no nos hará libres, sino que nos hará caer en las prisiones y en los abismos de las creencias y con frecuencia nos hará abandonar la ciencia. La aspiración por alcanzar la libertad se esfumará.

A la entrada del campo de exterminio nazi de Auschwitz se leía este letrero: Arbeit macht frei («El trabajo les hará libres»). Hay testimonios que indican que algunos judíos entraban ahí con una minúscula esperanza al leerlo. Se trataba de trabajar y la libertad se daría como consecuencia o «por añadidura». Sin embargo, aquello fue el infierno. Debería haberse inscrito: «Quien entre aquí pierda toda esperanza de salir», como en la Divina Comedia. Pero el trabajo daría la libertad, lo cual era esperanzador, sobre todo para indefensos e impotentes prisioneros. Primo Levy , escritor italiano torturado por los nazis dijo alguna vez «Amar el propio trabajo constituye la mejor aproximación concreta a la felicidad en la tierra». (Cit. por Victoria Camps, Qué hay que enseñar a los hijos, Plaza Janes, 2000, p. 135). Este sí que es un pensamiento cierto, sin posibilidad de falsas interpretaciones, ya que el trabajo es el único medio para la existencia y la subsistencia. Surgimos de la Naturaleza por el trabajo y sobrevivimos por el trabajo. Quien viva sin trabajar no es que no requiera del trabajo, es que se está aprovechando del trabajo de los demás y habrá que denunciarlo y combatirlo. Pero ese trabajo, productor de felicidad, no puede ser el de un esclavo que va a morir, como el de los campos de concentración nazis..

El trabajo de los profesores es el de enseñar y el de los estudiantes el de estudiar y aprender. Si los llevamos a cabo con gusto y vocación seremos felices, pero no por serlo, no por ser felices, eliminaremos la obligación de realizar las correspondientes denuncias., pues la felicidad no es sólo la personal, sino la de la familia, del grupo étnico, de la nación y finalmente de la humanidad.

Respecto del genocidio cometido por los nazis, Eberhard Fechner, cineasta alemán, dice de ellos: «lo más espantoso es que los asesinos son totalmente normales y no monstruos», y añade: «soy de la opinión de que esa gente cometió crímenes tan horrendos por motivos enteramente bajos, mezquinos, personales, y movidos por el provecho personal» (Cit. por José Steinsleger, «Auschwitz hoy». En La Jornada, 2 de febrero de 2005). Lo malo es que no han sido eliminados, continúan cometiéndolos con pueblos ajenos al suyo y lo hacen con aposturas heroicas, o tal vez con ira, con una ira santa, mostrando que cumplen con su destino, siendo ahora su destino el de acabar con el terrorismo, el de los otros, por supuesto, el de los que defienden sus tierras y sus pertenencias, no el terrorismo de Estado de ellos mismos. Y todo eso ante la pasividad abyecta de por lo menos la mitad de un pueblo, que también es responsable..

¡No más poesía después de Auschwitz!, exclamó Theodor W. Adorno, el famoso filósofo de Francfort y nosotros nos unimos a su indignación. Sin embargo, la poesía continúa, enhorabuena, aunque hoy mismo las hordas nazis persistan en ocupar con sus máquinas de destrucción y de terror lugares lejanos, independientes y autónomos, martirizando y asesinando a la resistencia, usurpando sus riquezas y haciéndoles vivir en el pánico, la aflicción y el desconsuelo. Esto hay que enseñarlo en la escuela. Como denuncia de lo que pasó y lo que está pasando. Si no lo hacemos, nos convertimos en cómplices de la brutalidad fascista.

Ciencia, creencia y libertad

Existen verdades y principios científicos que se oponen a la fe religiosa, como aquel que asevera que «De la nada, nada se crea» (De nihil, nihil) y muchos más. ¿Pero cómo está eso, si Dios creó al mundo de la nada? ¿Se trata de una encrucijada? ¿Tendremos en la escuela y en la vida que escoger entre ciencia y creencia? Yo estimo que sí, a menos que nos engañemos a nosotros mismos y engañemos a los demás, atravesando alegremente de un campo a otro, como hacen tantos, hasta algunos sabios. Se decía de Thomas Huxley, el biólogo, que al terminar todos los días su trabajo en el laboratorio se dirigía a la iglesia de la esquina para persignarse y pedir perdón por su ciencia atea y materialista. ¿Será verdad tal aberración?

De Albert Einstein sabemos que dijo que él creía en Dios, y lo dejó escrito, pero no en un dios personal, sino más o menos como lo había concebido Spinoza. Pero también sabemos que el dios de Spinoza no es Dios. Lo cual nos reconforta un poco.

Hay doctrinas que a partir de bases científicas definen la libertad como «la conciencia de la necesidad». Ésta, ya vieja, aún está vigente. Es decir, el ser humano, en la medida que paulatinamente va conociendo la necesidad, o sea las relaciones causales necesarias que rigen entre los fenómenos de la Naturaleza, va penetrando en la esfera de la libertad, pues al conocerla puede manejarla y dejar de ser manejado por ella. Ya Francis Bacon había dicho que a la Naturaleza no se le domina, sino conociéndola. Es esto mismo lo que retoman aquellas doctrinas y nos muestran que es así desde la prehistoria. Desde entonces se vence paulatinamente a la Necesidad. Sin embargo, no existe sólo la necesidad natural, también hay —y muy sólidos— impedimentos y fuerzas sociales contra las cuales se tendrá que luchar. Si se vence a la Naturaleza al conocerla y si así el hombre es cada vez más libre, habrá que vencer también las resistencias sociales que han hecho que exista, entre otras cosas abyectas, la división de la sociedad en clases que, a su vez, propicia que la educación y la libertad humanas no sean las mismas en lo general para todos los hombres, pues se distribuyen de acuerdo con los recursos económicos.

Antes de morir, el contador de la compañía chiclera de Campeche, «The Laguna Corporation», don Manuel Castillo Heredia, mi padre, un médico del ISSSTE que lo atendía me aseguró que en el siglo XX «habíamos vencido el dolor», «que el Hombre se había liberado del dolor»; sin embargo, un cierto día al pedirle yo a una enfermera que proporcionara a mi padre moribundo algún fármaco porque tenía un dolor atroz de un cáncer en la boca, ella accedió de mala gana y vi que le daba un analgésico común. Me revelé sin éxito, pero fue entonces cuando me percaté claramente, ya no sólo en teoría, sino en mi propia experiencia, que quienes habían vencido y se habían liberado del dolor en el siglo XX eran aquellos que podían pagar drogas caras, no los derechohabientes de la medicina social. Esto forma parte de las resistencias humanas que habrá qué vencer. La libertad total no ha llegado aún..

Aunque el camino sea infinito, la Naturaleza fue y está siendo vencida paulatinamente, lo cual es una de las hazañas más espectaculares del Hombre, pero no todos los seres humanos tienen las mismas oportunidades ni son vistos como iguales ante tal proeza. La ciencia y la técnica avanzan con extraordinaria rapidez, pero habrá que encontrar la fórmula para vencer las resistencias sociales que nos hacen desiguales ante los triunfos milagrosos frente a la madre Naturaleza. Esto también se enseña (debiera enseñarse) en el aula, pues conforma la búsqueda de la libertad total, lo cual beneficiaría a todos. A ricos y a pobres, a creyentes y a no creyentes. A los creyentes les daría la oportunidad de adorar y bendecir aún más a Dios, a los no creyentes les crearía bases para ser aún más libres. Y así, tal vez, como dijo una vez Roger Garaudy antes de hacerse musulmán, nos pareceríamos todos por contar con un paraíso, los no creyentes en la tierra., los creyentes en la tierra y en el Cielo.

Si la enseñanza careciera de la intención de hacernos más libres a todos, no tendría sentido. Sería mejor el dinero y para encontrarlo hay diversos caminos, los que, en general, no se encuentran en la escuela. Toda escuela debiera ser más que un puesto de información y de colocaciones para trabajar y ganar dinero, una escuela para la libertad, que lo incluya todo.

FIN

Articulo publicado en la Revista Xictli de la Unidad UPN 094 D.F. Centro, México. Se permite su uso citando la fuente. Dirección u094.upnvirtual.edu.mx