El juego

G. Lourdes Mondragón Pedrero.
Asesora de la Unidad 094, Centro.

El juego nace con el hombre. Desde la cuna jugamos, sólo baste recordar los monólogos lálicos que presentan los bebés como parte de los juegos de lenguaje.
Para algunos (en un sentido pascaliano del término), el juego es sinónimo de entretenimiento, distracción y diversión. Otros, consideran a la actividad del juego, como aquella que responde a una necesidad fisiológica, socialmente reconocida e institucionalizada, como un sano ejercicio y un tiempo de recuperación de la fuerza para el trabajo.

En la antigüedad y desde un punto de vista biológico, también predomina la idea de que el juego es una actividad de descanso. Esta visión ahora se ha descartado, puesto que se ha comprobado que el juego no es descanso; exige, muchas veces, un consumo excesivo de energías producto de la actividad muscular, motora y psíquica que puede provocar cansancio y hasta agotamiento.

En la época moderna, los puntos de vista biológico y psicológico sustentan que los juegos se constituyen en acciones que preparan al hombre para la vida como preejercicios. En este mismo sentido, los psicólogos, además, les adjudican una función atávica, exponiendo que se trata de rudimentos de actividades que han persistido a través de las huellas de las razas. Estas percepciones pudieran refutarse, puesto que no todos los juegos se realizan con estos propósitos.

Dentro de las teorías psicoanalíticas contemporáneas, Freud ve en el juego condiciones eróticas disfrazadas, y Adler dice que en él se valora el sentimiento de inferioridad. En general, consideran el juego como la expresión del Yo. También sostienen que obedece a una necesidad instintiva de primer orden, que el niño tiene necesidad de expresarse, de proyectarse dentro del ambiente y fuera de él; que al satisfacer este impulso obtiene satisfacción personal, seguridad, nivel adecuado en su mundo y conciencia de su propio valer. Asimismo, señalan que los juegos satisfacen la necesidad de alcanzar prestigio, ya que hacen valer su personalidad entre los individuos y las cosas.

En realidad, no haría falta ninguna teoría para explicar el juego de los niños, ya que parece que apela a todos los recursos y oportunidades que ofrece para ello el ambiente; sin embargo, hay que reconocer la utilidad de los conceptos expresados por las diversas orientaciones teóricas.

El niño dedica gran parte de su vigilia (estar despierto) a jugar. Desde el punto de vista físico, descarga energías excedentes, perfecciona sus funciones neuromusculares y contribuye a su desarrollo muscular y al ejercicio del cuerpo.

Los juegos tienen un valor educativo, ya que el niño por mediación de ellos adquiere algunos conceptos (color, forma, tamaño, textura, forma entre otros). Desde el punto de vista psicológico, contribuyen a la salud mental del individuo, cumplen un fin terapéutico al proporcionar canales para la descarga emocional; en lo social, dan oportunidad a la satisfacción del deseo de establecer relaciones con el otro, facilitando cierto adiestramiento moral, ya que el niño aprende a estimar lo que el grupo considera correcto e incorrecto.(1)

Existen rasgos esenciales que son comunes a todos los niños. Las travesuras propias de los niños de 4 a 7 años, la predisposición a expresar o representar en diversas formas plásticas al hombre y su actividad entre los 7 y 9 años, la tendencia belicosa, instintiva o congénita de luchar o pelear con otros individuos, en niños de 11 a 14 años. De esta edad en adelante, el primordial interés se dirige a los deportes, artesanías, juegos intelectuales (de mesa) y actividades artísticas.

Para el niño, al menos cuando es muy pequeño y la escuela no le ha metido aún en sus normas, el juego es siempre una actividad muy seria, que implica todos los recursos de su personalidad.

En este momento me detengo para hacer una recapitulación de lo que se ha venido expresando, para posteriormente poder entrelazar ideas de mayor contenido en el terreno de lo psicoanalítico sobre el juego.

Por medio del juego el niño aprende a controlar su angustia, a conocer su cuerpo, a representar el mundo exterior, más tarde, a actuar sobre él. El juego es un trabajo de construcción y de creación. Para convencernos de ello es suficiente observar un niño entregado a sus juguetes en pacientes construcciones, tan pronto construidas como vueltas a reconstruir, para terminar con frecuencia en formas sin equivalente en la realidad, como un producto de autenticidad creativa e imaginativa. El niño por sí mismo le adjudica al juego las capacidades, representación y comunicación del mundo exterior.

Lamentablemente, sí lamentablemente, a medida que el niño crece, aprende que hay un tiempo para el juego y un tiempo para el trabajo, condicionando el permiso de éste último, al primero. La necesidad de jugar se sustituye por el derecho de jugar, ese derecho que el adulto suele desconocer hasta que se cumplen las tareas asignadas. Con demasiada frecuencia se observa el papel determinante y preponderante que se le otorga a las actividades escolares y las obligaciones familiares en demérito de la actividad de juego.

Mientras que en un principio los juegos de los niños son casi espontáneos, gobernados solamente por las fantasías del niño, se llega a la edad de los juegos en equipo, de los juegos de sociedad, en los que las reglas son dadas o impuestas por adultos.
Más tarde vemos que el juguete comercial ocupa el sitio de la fantasía infantil y desplaza con él algunas cualidades de la imaginación e inventiva de la mente del niño; el juguete en su uso unívoco, reducido y limitado le ofrece al niño muy pocas experiencias para recrear el mundo.

El anterior planteamiento nos puede parecer, quizá, ingenuamente roussoniano, sin embargo, no tengo la intención de concluir que hay que suprimir los juguetes, lo que evidentemente sería bastante absurdo; únicamente deseo atraer su atención sobre ciertos aspectos de su utilización por el adulto y por el niño. Como en muchos dominios de su relación con el niño, este último muestra con frecuencia una actitud que podría calificar de “adultocéntrica”, ya que tiende a olvidar el carácter específico de la personalidad del niño y a considerarlo como un adulto reducido o “chiquito”, al que le ofrece en reducido, los mismos objetos que utiliza él; vale decir, de una forma muy general, que este adultocentrismo puede conducir a dos actitudes inversas que son: a) la sobrestimación de las capacidades reales del niño, elevándolo por su verdadero nivel creyendo que posee nociones que aún no han sido adquiridas; y b) la subestimación que llega a hacer que el adulto perciba al niño como incapaz o subdesarrollado, por debajo de su real nivel.

Funciones y significado del juego

¿Por qué juega el niño? Filósofos, sociólogos, pedagogos, psicoanalistas y médicos han tratado, cada uno a su manera, de responder a esta cuestión. La revisión de sus respuestas ocuparía por sí sola más sitio que el contenido de un volumen y, por supuesto, el de este artículo, ya que, interrogarse sobre el juego es preguntarse sobre la mayor parte de las formas de actividad del niño.

Habremos de recordar que Roger Caillois, propone una clasificación a los juegos de los adultos igual que los de los niños, en cuatro categorías según el principio sobre el cual se basa, estos son: la competición (agón), el Azar (alea), el simulacro o “como si” (mimicry) y el vértigo (ilinx); pudiendo estos principios combinarse entre sí. El simulacro y el vértigo tienen sin duda un papel preponderante en el niño en los diversos juegos de imitación del adulto (los juegos del papá y la mamá, el doctor, el tendero y otros). El lugar de la competición y del azar crece en la medida que el individuo se socializa.

Según Winnicott, si los niños juegan es por una serie de razones que parecen totalmente evidentes: por placer, para expresar la agresividad, para dominar la angustia, para acrecentar su experiencia y para establecer contactos sociales. El juego contribuye, según este autor, a la unificación y a la integración de la personalidad, y permite al niño entrar en comunicación con los otros.

Todas estas razones, dadas por sabidas, me parecen de suficiente importancia para ser examinadas.

El placer que obtiene el niño en el juego es, sin duda, el aspecto más manifiesto. Toda la actividad lúdica suscita generalmente excitación, hace aparecer signos de alegría y provoca carcajadas; este placer no se reduce únicamente a la descarga de pulsiones parciales que pueden presentarse durante el juego, se establece una liga con la actividad mental y física que emplea el niño. Dicho de otra manera, el juego no sólo obedece, como podríamos pensar, a un principio de placer, queda sometido al principio de realidad en la medida en que constituye un modo de satisfacción elaborado y diferido.

Luego entonces, se trata, a la vez, de una evitación del displacer y la búsqueda del placer, dos aspectos íntimamente unidos; esto mismo se puede aplicar a la agresividad, ya que el niño tiende a retener pulsiones destructoras que le causan displacer, de la misma forma que se presenta en el adulto.

Winnicott agrega que la agresividad del niño, cuando está bien “integrada”, no puede expresarse directamente con los seres cercanos si no es de forma inconsciente, a través del fantasma que subyace a su actividad mental durante el juego. Manejando una pistola imaginaria, un niño de cuatro años amenaza a su padre: “¡te hubiera matado y estarías muerto!” Esta forma de agresividad es fácilmente aceptable por el padre y por el niño. También podríamos decir que al niño le resulta necesaria para poder superar la crisis que atraviesa en su organización edípica. (2)

La agresividad y los deseos de muerte se expresan en forma simbólica, en el caso anterior, mediante un juego que es una ficción. El padre muere “ en broma”, y las risas surgen traduciendo todo en placer, por medio del juego. En efecto, algunas veces, ese juego degenera en enfrentamiento directo y acaba en llanto, ello a consecuencia de que el padre, que debía estar muerto recupera su sitio y su autoridad.

Se podrían multiplicar los ejemplos para mostrar las diversas formas bajo las cuales el juego utiliza las tendencias agresivas, uno de ellos son los combates con armas. La crueldad inconscientemente expresada en los juegos frecuentemente es pavorosa. Cuando se observa de cerca la “guerra en pequeño” no tiene, como totalidad, nada que envidiar a la grande, a la de los adultos, y el niño es ese “perverso polimorfo” descrito por Freud en sus Tres ensayos sobre la teoría sexual; sin embargo, es curioso constatar hasta qué punto son poco aparentes en estos juegos, el odio y la violencia. Están en cierto modo confinados a la actividad simbólica, que no es una simple imitación de los combates a los que se entrega el adulto, sino una elaboración de la propia agresividad del niño.

Aclaro al momento, que lo que se ha descrito es muy distinto a los casos en el que el niño pequeño se entrega a un acceso de cólera o el adolescente manifiesta una conducta violenta, en donde lo agresivo resulta en una descarga desbordada directamente a un comportamiento momentáneo que sale del dominio directo del juego.

El papel del juego como medio de dominar la angustia fue puesto de manifiesto por Freud, en Más allá del Principio de Placer, al observar a un niño de dieciocho meses de edad, el cual jugaba a tirar al rincón de una habitación o debajo de un mueble, todos los objetos que caían en sus manos. El juego parecía llenarle de satisfacción; entregándose enteramente a él, simultáneamente emitía el sonido prolongado oooo, que los de su alrededor habían identificado con el significado de “fuerte”, es decir, “ lejos”. Más tarde Freud vio que el juego se había perfeccionado: “ El niño tenía un carrete de madera enrollado en un cordel. Ni una sola vez se le ocurrió arrastrar el carrete, es decir, jugar con él al coche; sino que, sujetando el hilo, le lanzaba muy hábilmente debajo del borde de su cama y desaparecía. Pronunciaba entonces su invariable oooo, sacaba el carrete de la cama y lo saludaba a la vez con un alegre “Da” (aquí está). Ese era el juego completo, compuesto de una desaparición y una reaparición. Freud comprendió que este juego permitía al niño sobrellevar el displacer y la angustia que le provocaba la desaparición de la madre. Luchaba contra la angustia de la separación representando en forma simbólica, con ayuda del carrete, la desaparición y reaparición del objeto amado.

El valor funcional y “experiencial” del juego ha sido subrayado por numerosos autores sean o no psicoanalistas.
El tema aquí no se agota, por ahora concluiré diciendo que la actividad lúdica evoluciona poco a poco a círculos cada vez más complicados y amplios del mundo exterior, que encuentra su fuente en las necesidades y excitaciones nacidas en el interior del cuerpo y luego enfoca los objetos del mundo externo, objetos de amor y objetos de conocimiento, utilizando los objetos intermediarios o “transaccionales” que constituyen los juguetes.

Con este artículo he tenido la intención de provocar entre los padres y educadores lectores de Xictli, el deseo de continuar indagando sobre el amplísimo espectro que nos proporciona el conocimiento sobre el juego.

BIBLIOGRAFÍA
ARFOVILLOUX, Jean. “El Juego”, en El juego en la entrevista con el niño, Ed. Morova, Madrid, 1977, pp. 91-101.
CASTELLANOS, Marie C. El juego en la educación y en la terapéutica de subnormales, Prensa Médica Mexicana, México, 1973, pp. 28-34.

Notas:
1. Resulta interesante analizar lo que nos dice Piaget sobre la moral autónoma y sobre la heterónoma, que se constituyen en una parte indisociable en el terreno de lo moral y lo intelectual. Aclara que debe de entenderse por autonomía el ser gobernado por uno mismo, y por heteronomía, lo opuesto, significa ser gobernado por algún otro. Las dos juegan un papel muy importante en el transcurso del desarrollo infantil y adulto, van desde la visión egocéntrica del niño a una posterior descentración donde establecerá relaciones de reciprocidad con su entorno social.
2 MERANI L., Alberto. Diccionario de psicología, Tratados y Manuales Grijalbo, Edit. Grijalbo, México, 1976. EDIPO: En la teoría psicoanalítica el complejo ampliamente inconsciente, desarrollado en un hijo por adherencia (sexual por su carácter, según los psicoanalistas) para con la madre y celos por el padre, de lo cual resulta un sentimiento de culpa y un conflicto emocional por parte del hijo. De una u otra manera resulta normal en cualquier familia.