Manuel Durán
Profesor emérito de la Universidad de Yale*
En los primeros capítulos de la famosa novela escrita por Miguel de Cervantes, El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha, ocurre un hecho extraordinario, casi sin paralelo en la historia de la literatura: el personaje central, Alonso Quijano, cambia bruscamente de personalidad.
Sus antepasados eran quizá ilustres o ricos, pero poco queda de la fama y fortuna antiguas: una vieja casa, algunas tierras que Quijano ha ido vendiendo para comprar libros, un caballo flaco y viejo, unas cuantas armas antiguas.
Un buen día este personaje decide que su vida es aburrida y comprende que a pesar de tener ya cerca de cincuenta años no ha conseguido ningún objetivo que valga la pena.
Las novelas que ha leído le ofrecen muchos ejemplos de vidas interesantes: heroicos caballeros enamorados de hermosas damas, aventuras maravillosas en tierras exóticas. Describen todo lo que le falta a él, estimulan su imaginación y despiertan en su mente el deseo de imitar a aquellos héroes en su propia vida.
En lugar de seguir leyendo novelas decide pasar a la acción. Cambiará de vida, saldrá en busca de aventuras heroicas. Para cambiar el mundo hay que empezar por cambiarse el nombre: de ahora en adelante se llamará don Quijote de la Mancha.
El amor, la fama, una vida llena de peligros y de triunfos le aguarda, o por lo menos así lo cree. Esta falta de objetividad, esta desconexión con la realidad (ya que un hombre viejo y pobre no puede llevar la vida gloriosa de los caballeros que las novelas describen) es posible, porque se le ha trastornado el cerebro. Hoy un psiquiatra opinaría que don Quijote sufre de paranoia; esquizofrenia, aunque en forma intermitente, con periodos en que su enfermedad parece desaparecer.
Nosotros, los lectores de la novela de Cervantes, podemos reír o sonreír ante la torpeza del aspirante a caballero, ante su incapacidad de comprender las cosas más sencillas y su empeño en interpretar todo lo que ve a través de las idealizadas y fantásticas novelas que ha leído. Pero al mismo tiempo podemos sentir mucho respeto por el apasionado deseo de Don Quijote de cambiar el mundo y ayudar a construir una sociedad más justa, más noble, más llena de amor y de belleza.
En efecto: Don Quijote sabe que los caballeros andantes tienen la obligación de defender a los pobres, los humildes, las viudas, los huérfanos, las damas en peligro, contra sus opresores y sus enemigos.
¿Hubo de verdad caballeros andantes? Posiblemente, sí. Algunos guerreros, solos o en grupos, ofrecían sus servicios a reyes, príncipes y ciudades durante parte de la Edad Media, tal como lo hacían los samurai en Japón. Ya en la época de Cervantes habían desaparecido casi por completo, y nunca fueron tan nobles y desinteresados como los pintan las novelas. Pero don Quijote idealiza todo lo que ve, y habrá de intervenir una y otra vez a favor de los débiles y los oprimidos, luchando por la justicia. Dos ejemplos:
En el capítulo 4 de la primera parte de la novela, don Quijote oye gritos y gemidos. Se acerca, ve a un muchacho de unos quince años atado a un árbol, cruelmente azotado por un campesino. El joven Andrés trabaja para el campesino, pero hace nueve meses no recibe su sueldo; lo ha reclamado y su amo reacciona castigándolo sin piedad. Don Quijote a caballo, cubierto por su armadura y con su larga lanza dispuesta para el ataque, ordena al campesino que pague lo que debe al joven. El campesino contesta que lo hará, pero que no tiene allí el dinero, llevará al joven a su casa y allí le pagará.
Don Quijote acepta esta promesa y se retira. Su error está en confiar en la palabra del cruel campesino, que no cumplirá su promesa.
En el capítulo 22 de la misma primera parte, don Quijote, acompañado por su fiel escudero Sancho Panza (un escudero era a la vez, un servidor, que ayudaba al caballero llevando parte de sus armas, como por ejemplo el escudo; era también, a veces, un aprendiz de caballero) encuentra a un grupo de presos que la policía está transportando para que cumplan sus largas condenas remando en las galeras del rey. Don Quijote pregunta a los presos por qué lo han condenado y encuentra que el castigo que la ley les ha impuesto es excesivo. (Cer-vantes sabía que con frecuencia las penas que los tribunales imponían a los pobres, a los que no tenían amigos poderosos, eran injustas y crueles; él mismo estuvo algún tiempo encarcelado, aunque era inocente.) Don Quijote ataca a los guardias, los hace huir y pone en libertad a los presos. Al principio los presos se alegran y le agradecen el haberles dado la libertad, pero Don Quijote quiere que su amada, Dulcinea del Toboso, se entere de esta hazaña, y les exige que vayan a verla y a contarle lo sucedido. Los presos se rebelan; les importa ante todo, esconderse y no caer otra vez en manos de la policía, no visitar a una dama desconocida.
A través de estos y otros incidentes aprendemos a admirar las buenas intenciones de nuestro caballero, pero también a reírnos de su torpeza y su incapacidad para distinguir entre poesía, literatura e idealización, por una parte, y , por otra, historia, realidad y sentido común. La novela de Cervantes es una parodia de las exageradas novelas de caballería, y como tal nos hace reír, pero nos ofrece mucho más.
Durante unos meses, Don Quijote ha vivido una vida poética y novelesca. Una vida basada en una visión falsa y alejada de la realidad, pero sin duda el punto más alto de su existencia es cuando al final de la novela abandona su personalidad caballeresca y se deja morir. Entonces nosotros, sus lectores, sentimos una profunda tristeza, aunque, también, una renovada sabiduría, y una gran admiración por la lucha tenaz de este paladín de la justicia.
Agradecemos a la Editorial McGrawHill, a la maestra Rosa María Durán Gili, autora del libro “Leo y comprendo” y a Manuel Durán su anuencia para que este texto aparezca en Xictli y poder así cumplir nuestra palabra de que con motivo del CD aniversario del Quijote, aparecería este año 2005 por lo menos un artículo dedicado a esta gran obra de la literatura universal.