Antonia Yudelevich Pekalok
Asesora de la Unidad 094
La Europa del siglo XVIII fue marcada por profundas transformaciones alentadas principalmente por dos hechos: la Revolución industrial inglesa y la Revolución francesa que estalló en 1789 y que se ha convenido en aceptar como el suceso que marca el fin de la Edad Moderna y el comienzo de la Contemporánea. Hobsbawm lo expresa así:
Si la economía del mundo del siglo XIX se formó principalmente bajo la influencia de la revolución industrial inglesa, su política e ideología se formaron principalmente bajo la influencia de la Revolución Francesa. Inglaterra proporcionó el modelo para sus ferrocarriles y fábricas y el explosivo económico que hizo estallar las tradicionales estructuras del mundo no europeo, pero Francia hizo sus revoluciones y les dio sus ideas, hasta el punto de que cualquier cosa tricolor se convirtió en el emblema de todas las naciones.1
La Revolución francesa fue un fenómeno de lenta y firme maduración que se dio dentro del marco de la crisis de los viejos regímenes europeos y de sus sistemas económicos. Pertenece a lo que se ha llamado la “era de las revoluciones democráticas”,2 pero fue más fundamental que cualquiera de sus contemporáneas y sus consecuencias fueron mucho más profundas. Sus orígenes deben buscarse, por ello, no simplemente en las condiciones generales de Europa, sino en la específica situación de Francia.
Teniendo en cuenta estos antecedentes, lo que se pretende en este artículo es identificar los factores que propiciaron el inicio de la Revolución francesa, así como describir los cambios políticos y sociales a los que este fenómeno dio lugar y su importancia para la configuración del mundo actual. Para lograr este propósito se dividirá la exposición en dos partes. En este número 59 se presentará la situación de Francia en vísperas de la Revolución, y en el siguiente se hará mención de los aspectos más significativos de las diferentes etapas de este movimiento, así como de sus consecuencias y trascendencia.
La Revolución francesa de 1789 puede estudiarse haciendo un paralelismo con la trayectoria que sigue una ola marina: es un proceso que se inicia con un intento de reforma y que a cada paso se va radicalizando, hasta llegar a un momento álgido en el cual desciende para quedar en un punto ideal para el desarrollo del capitalismo.
Se inicia con la convocatoria que hace Luis XVI de los Estados Generales, los cuales se transforman en Asamblea Constituyente aboliendo así la monarquía absoluta. Bajo la presión constante del pueblo renuncia la nobleza a sus privilegios y se proclaman los Derechos del Hombre y del Ciudadano y el establecimiento de una Constitución. La Asamblea Legislativa prosigue esta obra que culmina en 1793 y 1794 bajo el gobierno jacobino de la Convención, en el reparto extenso de la tierra y en el aniquilamiento violento de los contrarrevolucionarios. Es aquí donde la ola marina llega a su máxima altura; después bajará la marea para llegar al Directorio. En esta etapa la burguesía en nombre de la miseria popular, exigirá un gobierno fuerte que garantice la estabilidad y la expansión de un nuevo sistema social, aspiraciones que se lograrán con Napoleón, quien consolidará el capitalismo en Francia.
En vísperas de la Revolución francesa, menciona Rudé, “la imagen que ofrecía Europa tenía contrastes acusados y variados, entre el Oeste desarrollado y el Este sin desarrollar, entre el auge del comercio, la industria y la demografía y el relativo estancamiento de la agricultura y entre la amplia difusión de noticias e ideas y el tenaz conservadurismo de las relaciones sociales y de las instituciones políticas”.3 Para una gran parte de Europa, el siglo XVIII había traído consigo una creciente prosperidad comercial. La flota mercante de Inglaterra iba a la cabeza en el comercio internacional y Francia era su mayor rival. En 1777 Holanda aventajaba a ingleses y franceses en las operaciones bancarias y financieras internacionales. La expansión del comercio de ultramar, sin embargo, no había afectado aún demasiado a la economía interna europea. El comercio interior seguía atrasado y limitado a causa de los deficientes medios de comunicación y, en Francia, de la abundancia de tarifas restrictivas y derechos de peaje impuestos por los terratenientes privilegiados.
La situación económica de Francia era difícil ya que, como hemos dicho, las actividades productivas se encontraban entorpecidas por la supervivencia de instituciones feudales.
La agricultura era la actividad básica del país; a mediados del siglo XVIII Francia tenía veinticuatro millones de habitantes, veinte de los cuales se dedicaba a la agricultura; la gran mayoría se encontraba oprimida por tributos feudales. La propiedad de la tierra seguía en manos de la nobleza y el clero, lo cual provocó un descenso en la producción agrícola; los campesinos carecían de posibilidades para integrarse al mercado interno.
Hacia finales de la década de los años setenta del siglo XVIII se produjo una intensa crisis agrícola; los precios internacionales descendieron vertiginosamente, lo que repercutió en los ingresos de los señores feudales, quienes para resarcirse de la disminución de sus ingresos, elevaron los tributos constriñendo aún más el poder adquisitivo de los campesinos. Como consecuencia de esta situación se suscitaron frecuentes rebeliones de los campesinos franceses.
La producción manufacturera de Francia era una de las más importantes de Europa; si bien no alcanzaba los niveles de la inglesa o la holandesa, había logrado cierto desarrollo en las regiones de Lyon, Rouen y Marsella, donde “las industrias de lujo conservaban su fama”.4 Sin embargo, su carácter era manual y la mayor parte de los talleres se encontraban sujetos a reglamentaciones gremiales que impedían la introducción de nuevas técnicas. En todo el país existían sólo doce máquinas de vapor, lo que manifiesta que Francia no alcanzaba aún la etapa de la producción maquino-facturera.
El comercio se veía entorpecido por la existencia de aduanas internas en las que se pagaban impuestos que repercutían en el alza de los precios. Si a ello añadimos un mercado interno muy limitado, consecuencia de la falta de poder adquisitivo de la mayor parte de la población francesa, comprenderemos la urgente necesidad de llevar a cabo reformas radicales.
Lo más intolerable para la población francesa eran los impuestos, tributos que gravaban el 50 o 57% de la renta y de los cuales estaban exentos la nobleza y el clero.
Los trastornos financieros de la monarquía iban en aumento. La Corona frecuentemente solicitaba empréstitos que se aplicaban en los gastos más urgentes del Estado y para el sostenimiento del lujo de la corte. El erario arrastraba un déficit permanente que obligó al monarca a buscar soluciones con las sugerencias que le aportaban los diferentes ministros de finanzas que se sucedieron en el cargo, pero dichas estrategias económicas no podían aplicarse porque afectaban los intereses de la nobleza y el clero.
Francia era la más poderosa y en varios aspectos la más característica de las viejas monarquías absolutas y aristocráticas de Europa. El rey estaba convencido de haber recibido su corona de Dios; disponía de las rentas del Estado, declaraba la guerra y hacía la paz cuando le parecía bien; limitaba la libertad y los bienes de sus súbditos cuando lo deseaba. Vivía en el Palacio de Versalles (cerca de París) en medio del lujo y del despilfarro, rodeado de cortesanos, favoritos y familiares cuyos gastos de sostenimiento eran enormes.
En cuanto al gobierno, el rey conducía los asuntos de Estado a través de sus ministros, a quienes nombraba y destituía a su antojo; a su vez los ministros gozaban de amplio poder mientras ocupaban sus cargos. En las provincias se hacían representar por funcionarios llamados intendentes, burgueses en su mayoría, quienes se plegaban a la voluntad real. Cada provincia conservaba instituciones y privilegios que complicaban notablemente la vida política, social y económica francesa.
La sociedad se basaba en principios de desigualdad y se dividía en tres clases o estados: el clero, la nobleza y el estado llano. Sólo las dos primeras eran privilegiadas.
El clero poseía enormes propiedades que casi abarcaban el 6% del territorio y abundantes rentas. Todo ello en general estaba en manos del alto clero –obispos, arzobispos, cardenales, abades- mientras que la mayoría de los curas y vicarios eran pobres; además exigía a los ciudadanos el pago de diezmos y derechos feudales.
La nobleza tenía muchos privilegios como la exención del impuesto predial y el derecho de percibir de los campesinos ciertos tributos; aparte ocupaban cargos en la corte, en el ejército y en las embajadas. La alta nobleza vivía con gran lujo y dispendio en París y la nobleza provincial residía en ciudades menores. Muchos de estos últimos eran ilustrados y estimados por los labradores ya que se mostraban favorables al pueblo y sus demandas.
El estado llano comprendía a la gran mayoría de la población y se dividía en tres estratos distintos: burgueses, artesanos y campesinos.
La burguesía estaba integrada por todos los que no practicaban un trabajo manual: profesores, médicos, abogados, empleados de la administración, comerciantes e industriales. Estos dos últimos grupos se habían enriquecido mucho y se hacía cada vez más perceptible el contraste entre el poder y el lujo de la burguesía y su impotencia política… La equivocación fatal de la monarquía francesa fue no conceder en ningún momento participación en el poder político a la clase media próspera, aunque la consintió gozar de ciertos privilegios.5 Destacaron en la dirección y control de la revolución, aunque no escaparon a pugnas internas que reflejaban los intereses de cada clase.
Los artesanos vivían del trabajo manual en las grandes ciudades y se agrupaban en corporaciones sometidas a reglamentos complicados, en muchos casos herencia de la Edad Media.
Los labriegos o campesinos formaban la mayoría de la población; aunque algunos eran propietarios, estaban sujetos a derechos feudales, reales y eclesiásticos que les dejaban apenas lo indispensable para vivir; todavía existía un buen número de siervos, es decir, gente que vivía en el campo sin poseer más que su fuerza de trabajo y la de su familia. Se arraigaban en una finca y no les importaba que ésta cambiara de dueño. El sistema agrícola no era malo en sí, pero la tendencia de la nobleza a sacar de sus derechos feudales y de sus arrendamientos la mayor cantidad de dinero posible creció sin cesar en este siglo XVIII, hasta que en los últimos veinte años del ‘ancien régime’ la explotación de los campesinos llegó a hacerse intolerable.6 Esta situación favoreció la alianza de la burguesía con los campesinos durante la revolución.
Rudé destaca que, sin embargo, para hacer una revolución se precisaba algo más que dificultades económicas, descontento social y frustración de las ambiciones políticas y sociales. Tenía que haber algún tipo de ideología unificadora que diera cohesión al descontento y a las aspiraciones de unas clases sociales tan diversas, un vocabulario común de esperanza y protesta, algo, en resumen, parecido a una ‘psicología revolucionaria’ común.7 Este cuerpo ideológico lo proporcionó la Ilustración.
Las obras filosóficas de Locke, Montesquieu, Voltaire y Rousseau que criticaron la desigualdad social, la monarquía absoluta, la intolerancia religiosa y la censura para las manifestaciones intelectuales se difundieron ampliamente tanto entre la aristocracia como entre la clase media; el vocabulario político habitual comenzó a incluir términos como “ciudadano”, “nación”, “contrato social”, “división de poderes”, “voluntad general” y “derechos del hombre”. La Enciclopedia, dirigida por Diderot y D’Alembert, cifra su interés en el hombre y se reconoce la importancia del trabajo, lo que da lugar al concepto de solidaridad social.
En materia económica, surgen dos escuelas principales: la fisiocrática (francesa) y la librecambista (inglesa) que coinciden en que el mercantilismo imperante no correspondía a un mundo en expansión. La fisiocracia tuvo como representantes a Quesnay y Gournay los cuales sostenían que se alcanzaría la prosperidad si se lograba que los fenómenos económicos de la sociedad (la producción, la circulación y la distribución de las riquezas) se rigieran por leyes naturales, eliminando la intervención del Estado. En su Tableau oeconomique,8 Quesnay sostiene que la tierra es la verdadera fuente de riqueza y que, por consiguiente, las únicas actividades que realmente creaban riqueza eran la agricultura y la minería. Gournay, discípulo de Quesnay, sostuvo las ideas de su maestro, pero agregó que además de la tierra existía otra importante fuente de riqueza: la industria. Reclamó también un régimen de libertad para la industria y para el comercio que concretó en su máxima favorita: dejad hacer, dejad pasar. Gournay planeó una reforma fiscal por la que se imponía un impuesto sobre la tierra, cualquiera que fuera su dueño, yendo así contra la exención de impuestos de que gozaban las clases privilegiadas.
Adam Smith, considerado el padre de la economía política moderna, expuso los principios del liberalismo económico. Coincidía con la fisiocracia al reclamar la libertad para las actividades económicas, pero se apartaba de ella al reconocer igual importancia a la agricultura, la ganadería, la industria y el comercio. Estas ideas tuvieron una fuerte influencia en el grupo intelectual e industrial de la burguesía.
Otro factor importante como antecedente de la Revolución francesa y que guarda una estrecha relación con ella es la Revolución industrial, iniciada en Inglaterra por el ingeniero James Watt quien hacia 1785 perfeccionó la máquina de vapor aplicándola inicialmente a la industria textil. Este avance propició otros más en los campos de la química, la metalurgia y la mecánica y ello provocó una revolución tecnológica que modificó no sólo la economía, sino también los medios de comunicación y la vida del hombre:
La Revolución francesa resulta difícil de comprender porque ocurre en una época de transición económica. Por lo menos una generación antes de que comenzase, ya Inglaterra se había convertido en la fábrica industrial del mundo y comenzaba a experimentar la rápida aceleración de la Revolución industrial que iba a transformar de manera tan evidente las vidas de millones de ingleses. A la estructura financiera del capitalismo se estaban incorporando sus bases industriales y maquinistas, y a las antiguas clases comerciantes y terratenientes se iba a incorporar, como factor político poderoso, el nuevo capitalismo industrial.9
A las condiciones generales de Francia reseñadas anteriormente hay que agregar otras particulares como son el descrédito de Luis XVI por su conducta débil y su manifiesta incapacidad para regir al país; la despreocupación de los nobles y del alto clero hacia las funciones y tareas que debían desarrollar en beneficio del pueblo así como la crítica situación financiera que no lograron corregir los ministros de finanzas Roberto Turgot y Jacobo Necker.
Finalmente, señala Lefebvre, de las causas inmediatas, de la Revolución, la guerra de América fue la más eficaz. Por una parte, la pasión por la nueva república avivó el deseo de un cambio. Por la obra, el Estado se endeudó de tal suerte que muy pronto Luis XVI se halló a merced de la aristocracia.10 La victoria sobre Inglaterra se obtuvo a costa de una bancarrota final, por lo que la intervención de Francia en favor de la independencia norteamericana ha sido considerada como la causa directa de la Revolución francesa.
Notas:
1. E. J. Hobsbawm, Las revoluciones burguesas, 2 v., tercera edición, Madrid, Ediciones Guadarrama, 1974, v. 1, pp. 103-104.
2. R. R. Palmer, The Age of Democratic Revolution, es citado por Hobsbawm en op. cit., p. 105.
3. George Rudé, La Europa revolucionaria 1783-1815, segunda edición, Madrid, Siglo XXI, 1977, (Col. Historia de Europa), p. 5.
4 Georges Lefebvre, La Revolución Francesa y el Imperio (1787-1815), Cuarta reimpresión, México, Fondo de Cultura Económica, 1979, (Breviarios, 151), p. 20.
5. J. P. Mayer, Trayectoria del pensamiento político, Tercera reimpresión, México, Fondo de Cultura Económica, 1976, p. 145.
6. Ibidem, p. 147.
7. Rudé, op. cit., pp. 88-89.
8. Eric Roll, Historia de las doctrinas económicas, segunda edición, México, Fondo de Cultura Económica, 1975, pp. 131-139.
9. R.H.S. Crossman, Biografía del Estado Moderno, Primera reimpresión, México, Fondo de Cultura Económica, 1978, (Colección Popular, 63), p. 117.
10. Lefebvre, op. cit., p. 16.