Arnulfo Herrera
Instituto de Investigaciones Estéticas y Facultad de Filosofía y Letras, UNAM
En su hermosa lección sobre los clásicos, Kenneth Rexroth recuerda que los grandes autores de la literatura universal no pierden su vigencia debido a la veneración de que son objeto, pero debemos reconocer que, más allá de sus insondables cualidades universales y del supersticioso prestigio que alcanzan las obras, muchas de sus virtudes artísticas se han ido borrando con el paso del tiempo.1 Debido a ello, cuando queremos hacer una lectura —por humilde que ésta sea— tenemos necesidad de acudir a la eficacia remozadora de la filología. Sólo así podemos recuperar algo de lo mucho que sus páginas ofrecieron a los siglos que los confirmaron en el canon. En este contexto se inscribe el libro que nos reúne esta tarde.
Hagamos, de entrada, una aclaración que permita situar al libro en el lugar pertinente. Para leer… el ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha no se inscribe dentro del prestigiado terreno que inaugurara El Brocense en la literatura de lengua castellana con sus comentarios a Garcilaso en 1574. Ni trata de competir con los pretensiosos volúmenes anotados de Juan Bowle (1781), Juan Antonio Pellicer (1798), Diego Clemencín (1833-1839), Juan Eugenio Hartzenbusch (1863), Clemente Cortejón (1905-1913), Francisco Rodríguez Marín (1911-1913), Adolfo Bonilla y Rodolfo Schevill (1914-1941), Justo García Soriano y Justo García Morales (1942), Martín de Riquer (1950), Vicente Gaos, Luis Andrés Murillo (1978), John Jay Allen (1985) y Francisco Rico (2001), por sólo mencionar los Quijotes en castellano que se remontaron a gran altura editorial. La naturaleza de Para leer… el ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha es más simple y, por eso, más ambiciosa. Como el sevillano famoso de la epístola barroca que tanto gustaba a Borges, aquel que quiso «callado pasar entre la gente», las notas de los profesores que trabajaron el texto de Cervantes aspiran a cruzar por la visión de los lectores sin ser notadas. Buscaron la mayor transparencia posible para conseguir que cada palabra difícil tuviese la cualidad de explicarse por sí sola, con letra pequeñita, que no cortara el flujo de la lectura. Sin acudir a la interrupción de la nota al pié de la página, o de la impertinente lección que se va al final del capítulo o del texto y que por lo menos inquieta la atención del lector, los autores de esta desmesurada idea encontraron la fórmula gráfica ideal y la definición más breve para adherirse al texto cervantino sin restarle fluidez a su paso. ¿No es ésta una pretensión inmoderada? Yo digo que sí, porque, si la miramos bien, equivale a la pretensión de un político que no aspira a la publicidad de los grandes carteles panorámicos, sólo desea que su imagen aparezca durante una temporada en los billetes de un dólar, con eso le basta.
Sin embargo, en un profesor cualquier desmesura de este tipo se encuentra lejos de ser un defecto. Porque la emprende en aras de la enseñanza y porque, con tal de leer el Quijote, como en el amor y la guerra, todos los recursos son válidos. La generación de lectores que comenzamos nuestro hervor a finales de los sesentas (del siglo xx), teníamos como bandera de la lectura una preciosa apología de Ray Bradbury que se titula Farenheit 451 (1953). Y la recuerdo ahora no tanto por la profética victoria de la televisión frívola sobre las letras impresas, sino por el epígrafe de Juan Ramón Jiménez que marcaba la entrada de la obra como si se tratase de una divisa que ningún lector debía olvidar jamás: «si os dan papel pautado, escribid por el otro lado». En muchos de nosotros permanece grabada la frase como el tatuaje profundo de alguien que se enorgullece de pertenecer a una secta exclusiva. Por eso, cada vez que tengo la oportunidad de ver cristalizado un esfuerzo en pro de la lectura, reconozco en sus autores a los descendientes de Montag, a los enemigos de aquellos implacables bomberos incendiarios que estaban dedicados a aniquilar los libros.
No deja de sorprenderme que esta empresa se dé justamente con el Quijote. Una novela mencionada en la misma proporción en que no ha sido leída, es decir, inmensamente famosa. Y, cuando se ha dado la inusitada circunstancia de haber sido leída, tan mal entendida que por ahí ha comenzado a extenderse con mucho éxito la idea de una fortuna literaria inmerecida. Si Cervantes no leía lo que llevaba escrito y a menudo perdía la continuidad de su historia, y hasta se olvidó de narrar el hurto del burro de Sancho Panza o perdió el nombre de la mujer que éste había dejado por seguir a don Alonso ¿por qué debe ser importante en la literatura? ¿Por qué, con tantas imperfecciones, se la ha ponderado tanto? En efecto, el Quijote es una novela llena de vicios formales. Los personajes tienen muchas inconsisitencias, las numerosas historias que la apuntalan se insertan con pretextos demasiado simples, a veces parecen amontonadas como los ingredientes de la olla podrida que daba sustento a los españoles auriseculares. ¿Dónde reside, entonces, la grandeza de la obra?
Es difícil contestar la pregunta si se ponen de este modo las cosas. Pero, para no darle vuelta a la cuestión, tratemos de usar una metáfora que le gustaba mucho a Jorge Ibargüengoitia cuando tenía que encarecer los defectos de las novelas españolas. Hablando de la pasmosa perfección de Madame Bovary, Ibargüengoitia comparaba la novela con una exquisita casa donde todo estuviera perfectamente acomodado, como en un museo donde sería difícil sentarnos o tocar alguna cosa sin arruinar la decoración. En cambio en La Regenta (hacía la comparación con esta obra) entraríamos a una casona desordenada, pero limpia y cómoda, donde podríamos apoltronarnos cerca de la chimenea y descansar sin la preocupación de estar cometiendo un atentado contra la sacralidad del orden.
Tal vez el mejor argumento contra los que dudan de la verdadera grandeza del Quijote esté en el efecto de largo plazo que deja la lectura. ¿Quién puede olvidar los enamoramientos fulminantes de los personajes que pierden la alegría, el hambre, el sueño y hasta la conversación cuando han logrado vislumbrar la gloria en el rostro del ser amado? ¿Acaso no siguen resonando en nosotros los argumentos de don Quijote cuando enaltece las cualidades que entraña el oficio de la caballería andante? No he conocido a nadie que no halla soñado con recibir el don de una amorosa Zoraida que colme de plenitud cualquier anhelo de riqueza, poder o belleza. Este personaje femenino de «grupa bisiesta», como le llamó Ramón López Velarde, abunda en el mundo cervantino para saciar el hambre de los «méndigos cósmicos» que tuvimos la oportunidad de educarnos sentimentalmente en el Quijote o en las Novelas Ejemplares. Pero lo mismo encuentra encantos en la prosa de Cervantes un adolescente que un hombre mayor: ahí está la lección de la Edad de Oro, el discurso de las armas y las letras, los razonamientos de Sancho en el gobierno de la ínsula Barataria o las recomendaciones que manda a su mujer.
El reconocimiento de esas raras habilidades como son rebuznar o inflar perros por la cola, es el insospechado principio del camino hacia la grandeza. Si el caballero andante comienza por dominar los oficios ruines como errar un caballo o aderezarle la silla y el freno, podrá continuar los siguientes cursos, como ser médico «y principalmente herbolario para conocer en mitad de los despoblados y desiertos las yerbas que tienen virtud de sanar las heridas, que no ha de andar caballero andante a cada triquete buscando quien se las cure». Y de ahí podrá seguir para convertirse en un consumado jurisperito y saber las leyes de la justicia distributiva y conmutativa, «para dar a cada uno lo que es suyo y lo que le conviene». Y después podrá ser un aplicado teólogo «para dar razón de la cristiana ley en dondequiera que le fuere pedido». Y tendrá que ser astrólogo para identificar el momento del día o de la noche que habitare o la parte del mundo en que se hallare. Y deberá ser matemático, músico y entendido en asuntos de poesía. Y deberá prácticar las virtudes teologales y cardinales. Superioridad moral y sabiduría del cuerpo que se obtienen a partir de las habilidades simples. Ésa es la aventura que nos depara esta novela imperfecta y que, una vez leída, no dejará de resonar nunca en nuestra alma. Su grandeza reside en algo intangible que va más allá de sus virtudes técnicas y que ha conmovido a los lectores de todas las lenguas y ha impresionado a los más grandes personajes de la humanidad.
¿Ustedes creen que con estos ecos podría dejar de reconocer el principio de la grandeza? Para leer… el ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha es el comienzo de todos esos grandes libros que comentan las voces y los pasajes con los almidones de la Academia y su empresa no es menos ambiciosa.
En el prólogo de la segunda parte del Quijote, Cervantes le reviraba a Fernández de Avellaneda (y, por ende, a Lope de Vega) que la envidia es la tristeza del bien ajeno. Y ante este libro yo debo confesar que siento envidia porque hubiera deseado contar con una lectura como ésta cuando me acerqué por primera vez a la novela. Pero la mía debe ser otro género de envidia porque no siento tristeza ni se me corroe el ánimo, sino, por el contrario, me da gusto. Me alegra saber que en esta época donde los políticos mexicanos se ufanan de su ignorancia y los buenos libros son enemigos declarados del régimen, hay instituciones y empresarios que apuestan al sueño de unos profesores tan loquitos como don Alonso Quijano, unos profesores que empezaron por reconocer que la humilde tarea de anotar las palabras difíciles, es el comienzo de la gran empresa de formar lectores con la más grande de las obras que tiene la literatura universal. Y formar lectores es una necesidad tan perentoria en nuestro México, como la necesidad de poblar el mundo de caballeros andantes para que le devuelvan la calidad paradisiaca que perdió con la Edad de Oro.
Notas:
* Palabras del Mtro. Herrera durante la presentación del libro Para leer... el ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha, Libro editado por la Escuela Nacional Preparatoria y Ed. Limusa, que contiene estrategias didácticas para abordar la lectura de este clásico.
1. Kenneth Rexroth, Recordando a los clásicos, México, F. C. E., 1993. (Col. Lengua y estudios literarios).
Articulo publicado en la Revista Xictli de la Unidad UPN 094 D.F. Centro, México. Se permite su uso citando la fuente. Dirección u094.upnvirtual.edu.mx