Ángeles Lara Arzate
Todos sabemos que las grandes ideas filosóficas se gestan en las más altas esferas del pensamiento social, entre unos cuantos privilegiados, los «pensadores» y los «científicos», quienes discuten, impugnan o aprueban la nueva perspectiva del mundo o de algún fragmento del mundo en particular. Luego de gestadas y adoptadas, estas ideas se someten al proceso de difusión, que generalmente es muy largo porque no resulta sencillo para las personas comunes entender las explicaciones nuevas y mucho menos cambiar los sustratos ideológicos que conforman su cultura. Pero una vez instaladas, las «nuevas» ideas se arraigan con tal fuerza que constituyen un sedimento y no será posible removerlas durante varias generaciones. Muchas veces el tránsito de una idea filosófica demora más de cien años en desplazarse desde la élite intelectual hasta las masas de una misma sociedad. Por eso, a lo largo de la historia, hemos visto que generalmente conviven dos o más concepciones del mundo. Es el caso —para poner dos ejemplos en el ámbito científico— de las ideas newtonianas sobre el universo y la teoría de la relatividad que en el siglo XX sirvieron como explicaciones del universo y de sus leyes físicas y convivieron cada una en su esfera de influencia; es el caso, asimismo, del sistema ptolemaico y el sistema copernicano que desde el siglo XVI, en el Renacimiento, y durante casi dos siglos compartieron su autoridad sobre la disposición de los planetas, los satélites, el Sol y las demás estrellas.
Una de las ideas filosóficas que ha tenido mayor fortuna en el mundo occidental es, sin duda, la que considera al hombre como cifra del mundo, como un «mundo pequeño». Estaba presente ya entre los pitagóricos y seguramente sus raíces se pierden en la oscuridad de la prehistoria. Proviene de una idea más general que, expresada como una simple propuesta lógica, dice que «el todo se encuentra en la parte» o, para decirlo de manera clara y menos incompleta, que de algún modo la parte es una versión abreviada del todo porque, otra vez en algún modo —así sea metafórico—, contiene los mismos elementos, la misma organización y las mismas proporciones, aunque no la misma cuantificación. Tampoco debemos llevar esta propuesta de manera mecanicista hasta sus últimas consecuencias porque acabaríamos concluyendo que la diferencia entre el todo y la parte es sólo una cuestión de tamaños y de cantidades. Porque el hombre sería lo mismo que el cosmos con la sola diferencia entre ambos de las dimensiones. En realidad, los filósofos antiguos sostenían que el hombre era un «pequeño mundo» porque entre sus partes y las partes del cosmos —la idea del cosmos que tenían entonces, se entiende—, encontraban muchas correspondencias. Y así, por medio de las analogías y saltando las precisiones, encontraban que el hombre microcosmos era el arquetipo de lo máximo reducido a lo mínimo y, por tanto, la criatura más perfecta de cuantas criaturas con impurezas pueblan la creación, compartía con las bestias el lastre de los humores naturales, pero compartía también con los ángeles la etérea cualidad de la inteligencia; era por ello una maravilla del universo. Gracias al método analógico, las diferentes concepciones del mundo que fueron apareciendo después siguieron encontrando sorprendentes coincidencias entre el hombre y el cosmos, lo mismo entre los griegos que entre los latinos, lo mismo entre los europeos de la Edad Media que entre los hombres del Renacimiento.
La idea también se explotó en el otro sentido: el todo como imagen de la parte, el mundo como réplica del hombre; el cosmos humanizado. Sin embargo, la mayor parte de las veces, de acuerdo con la preeminencia de un precepto que pide circular del mayor al menor de los universos, casi siempre la búsqueda de analogías se emprendió desde el macrocosmos hasta el ser humano. En uno de los ensayos filosófico-literarios más hermosos y completos que existen sobre el tema, Francisco Rico documentó la fortuna de esta idea que viene desde Anaxímenes, cruza el mundo grecolatino, la Edad Media europea y se prolonga en España hasta comienzos del siglo XVIII. (Francisco Rico. El pequeño mundo del hombre. Varia fortuna de una idea en la cultura española. Madrid: Alianza Universidad, 1986).
El proceso no está exento de todo tipo de desviaciones. Entre los que hacen serias disquisiciones para extraer los más extraños resultados (los alquimistas derivaron su filosofía de esta idea) y las grandes heterodoxias, se encuentran las brillantes síntesis que conciliaron al cristianismo con esta creencia pagana y se encuentran, también, las sonoras carcajadas de quienes, ya vulgarizada la idea, se burlaron de los filósofos domingueros y los intelectuales de medio pelo que creían encontrar los secretos del universo en esta «moneda corriente». En el gremio de los poetas es donde más se hallan los irreverentes. Entre los irrespetuosos más notables de la filosofía debemos mencionar al polígrafo granadino Diego Hurtado de Mendoza. Nació con el siglo, hacia 1503 y fue uno de los primeros poetas italianizantes, junto con Garcilaso y Boscán; formaba parte del séquito del emperador Carlos i; desempeñó delicadas misiones diplomáticas y ocupó puestos políticos de gran importancia. De familia noble —su hermano fue el primer virrey de la Nueva España—, tuvo una educación muy sólida que, conjuntada con su temperamento alegre y juguetón, provocó que los historiadores del siglo XIX le atribuyeran innumerables obras satíricas, entre las que destaca la primera novela picaresca El Lazarillo de Tormes. A él corresponde la autoría de uno de los sonetos más soeces que utilizaron la idea filosófica del hombre como microcosmos. Se trata de una sátira nihilista en que desmiente todas las definiciones del hombre que andaban circulando durante la primera mitad del siglo XVI, muy diluidas y groseramente reducidas. El soneto dice así:
Dicen que dijo un sabio muy prudente
Que el hombre era milagro y fue loado;
Otro dijo que era árbol trastornado,
Mas cada cual habló del accidente.
Quien dijo que era mundo abreviado
Declaró la razón cumplidamente,
Porque sobre su centro está posado,
Un ánima lo rige que no siente.
Ánima no sentida y movedera,
Tú que árbol, milagro y mundo dentro
Y mayores honduras ves al cabo,
Mira el ojo del culo, que es el centro,
Y si árbol no tuviere, mi señora,
Hallarásle dos centro en el rabo.
En el primer cuarteto repite las definiciones de hombre que habían venido dando los filósofos: «milagro», «árbol», «mundo abreviado», pero las toma de lo que se dice, sin mencionar el nombre del sabio ni de ninguna autoridad que vaya de por medio: «dicen que dijo un sabio...» Además, el narrador agrega que, con estos predicados, sólo hablaron de la parte accesoria, del «accidente» y no de la «esencia» del hombre. En el segundo cuarteto comienza a desplegar su sonrisa. Le da la razón a quien señaló que era un «mundo abreviado» y se le da porque dijo que «sobre su centro está posado». Esto es un juego de palabras. Hurtado de Mendoza utiliza el participio «posado» en el sentido de «sentado». Como sabemos el verbo latino «pausare», que en castellano quedó «posar», se utilizó como sinónimo de «descansar» y de «alojarse» en algún sitio, pero también quedó como «asentar algo» y «sentarse». De ahí surgieron las «posadas» o mesones para hospedarse, pero también surgieron otras palabras, como «posaderas» para denominar a los glúteos, e incluso, en singular, la palabra fue un término médico del siglo xvi para nombrar al «ano». Así, cuando dice que el hombre está posado sobre su centro (como el macrocosmos), también está diciendo que está «sentado sobre su centro», sentido que se aclara en el decimosegundo verso: «Mira el ojo del culo, que es el centro». Sin embargo aquí el centro no es el Sol ni la Tierra ni alguna divinidad, como en el macrocosmos del cual es réplica el hombre, sino lo que llamaban los antiguos «el Occidente», «una parte inmunda». Y para desacreditar la definición del hombre como árbol y continuar burlándose de estas ideas, el sujeto que examina «por el centro» es una mujer: «Y si árbol no tuviere, mi señora». Como en sus genitales no hay a la vista ningún órgano que se pueda parecer a un árbol concluye de manera irrespetuosa que tiene dos centros.
Las ideas filosóficas estuvieron sujetas a muchas burlas. Incluso las más sublimes, como aquella que se pregonaba con el sintagma aura mediocritas. La perfección de todo cuanto existió no se podía hallar en los extremos, sino en la «dorada medianía». Así, por ejemplo, la excesiva belleza de Helena fue el motivo de su perdición, la extrema habilidad de Aracné para tejer acabó en una desgracia, en cambio ¿cuántas mujeres medianamente bellas y buenas tejedoras vivieron felices en el anonimato? Los extremos, para la cultura grecolatina, son perniciosos. Así, un hombre del renacimiento español —probablemente el mismo Hurtado de Mendoza—, definía a la mujer ideal con los preceptos del aura mediocritas:
Entre delgada y gruesa es la figura
que ha de tener la dama si es hermosa;
y el medio de negrura y de blancura
es la color de todas más graciosa;
en medio de dureza y de blandura
la carne de la hembra es más sabrosa.
En fin ha de tener en todo el medio,
pues lo mejor de todo es lo del medio.
Claro que, al término de la octava real, una forma que se empleaba sólo en los más altos géneros poéticos y aquí se usa para una burla, suelta la carcajada haciendo un juego de palabras donde «el medio» final no se refiere a una cualidad sino a una parte física: la vagina.
Ni siquiera las ideas religiosas permanecieron incólumes a la mofa de estos poetas irrespetuosos. En otro soneto que data de la misma época, algún espíritu lúdico, quizás erasmista, se burló de las ridiculeces que hacía la exagerada devoción de un hombre y, jugando con el «polvo eres y en polvo te convertirás», una vieja que lo vio besando la tierra, le dijo que le besara el trasero, al fin que «todo es tierra»:
Dentro de un santo templo un hombre honrado
con gran devoción rezando estaba;
los ojos hechos fuentes, enviaba
mil sospiros del pecho apasionado.
Después que por gran rato hubo rezado
las religiosas cuentas que llevaba,
con ellas el buen hombre se tocaba
los ojos, boca, sienes y costado.
Creció la devoción, y pretendiendo
besar el suelo, porque pretendía
que la humildad mayor aquí se encierra,
lugar pidió a una vieja. Ella, volviendo,
el salvonor le muestra, y le decía:
«Besad aquí, señor, que todo es tierra».
Los ejemplos pueden ser innumerables, pero bástenos con los que hemos
citado para entender esta relación de la literatura con la filosofía.
Para terminar, podríamos concluir que la literatura ha tenido siempre
un carácter divulgador involuntario de las ideas filosóficas,
reflejadas necesariamente por los autores en tanto que dejan entrever sus concepciones
del mundo. Sin embargo, cuando la literatura no ha querido ser doctrinal ni
difusora, pero se ha ocupado explícitamente de la filosofía, lo
ha hecho con una voluntad satírica que nos devuelve la humanidad. Así
sea de la forma soez en que Hurtado de Mendoza lo hizo, sin duda la risa tiene
tanto o más valor que los esfuerzos de la renacentista «dignidad
humana» que pretendía concebir al hombre como un mundo pequeño,
pero con una solemnidad que hacía falta alegrar con un espíritu
lúdico como éste, pues al fin, mundo pequeño o no, árbol
trastornado o maravilla del universo, lo único que sabemos es que somos
tierra o polvo y en polvo nos habremos de convertir. Parafraseando el famoso
soneto de Quevedo, polvo seremos pero, después de habernos reído
mucho, polvo bien vivido.