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Año: 2014 Mes: OCTUBRE-DICIEMBRE Número: 74
Sección: PRÁCTICAS DE CLASE Apartado: Historia de la Educación
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CHIAPAS: INDEPENDENCIA Y FEDERACIÓN A LA REPÚBLICA MEXICANA
Arturo Corzo Gamboa

Arturo Corzo Gamboa

Dr. en historia por la FFL de la UNAM

 

 

A mi maestro Manuel Cal y Mayor Redondo,

porque lo que recibí en sus clases

fue más que “un granito de arena”

 

 

Los años en que Chiapas declaró su independencia y pasó a formar parte del Imperio Mexicano y de la República Mexicana, sucesivamente, mostraron aspectos interesantes muy ligados a la Capitanía General de Guatemala, pues en 1821 Chiapas era una de las intendencias que la componían. A su vez, la intendencia chiapaneca estaba dividida en doce partidos (hoy decimos municipios o distritos) que eran los siguientes: Ciudad Real, Huixtán, Ixtacomitán, Tuxtla, Simojovel o Huitiupan, Ocosingo, San Andrés o Coronas, Palenque, Tonalá, Soconusco, Comitán o los Llanos y Tila. Anteriormente Soconusco había sido una gobernación que estuvo sujeta a las autoridades residentes en la ciudad de Guatemala, integrándose a Chiapas a finales del siglo XVIII, a raíz del establecimiento de las intendencias en la época del rey Carlos III.

Los agricultores, ganaderos y artesanos chiapanecos mantenían relaciones comerciales permanentes y de gran dinamismo con los oaxaqueños, intercambiando productos y haciendo circular una buena cantidad de dinero en la región. Esa economía de actividad constante les redituaba un buen margen de ganancias y era una fuente de empleo apreciada por unos y otros.

Los momentos culminantes de la historia de Chiapas durante los años de 1821 a 1824 pueden reducirse a tres: a) independencia (1821), b) separación de la Capitanía General de Guatemala (1821) y, c) agregación a México (primero como una anexión espontánea al Imperio Mexicano —1821‒1823— y luego como una federación a la República Mexicana —1824— llevada a cabo mediante un proceso que se organizó procurando la participación de todos los pueblos y partidos chiapanecos a través de sus representantes). Esos hechos de tanta significación histórica en el área se presentaron como consecuencia directa de la declaración de independencia en la todavía Nueva España (1821) por obra del entonces coronel Agustín de Iturbide.

La consumación iturbidista del 27 de septiembre de 1821 alteraría la vida cotidiana de las provincias centroamericanas, pues en el transcurso de unos cuantos meses se produjeron grandes cambios históricos, políticos y sociales, y dichas provincias quedaron en espera del desenlace que tendrían los acontecimientos en el nuevo país que el libertador Iturbide se había propuesto constituir. Los cambios que se experimentaron en 1821 en la capitanía despertaron, como ya había ocurrido en 1808, el interés de los habitantes de las principales ciudades, y hasta de las pequeñas, en los asuntos de la administración pública; fue tan grande el entusiasmo de los centroamericanos que, una buena parte de ellos, decidió participar en la reorganización de la estructura política‒administrativa que durante siglos había regido y que aún regía en las provincias. Esta actitud constituía una diferencia palpable respecto del estado de cosas que se vivió durante el dominio español, si se considera que el centralismo que imperó a lo largo de trescientos años generalmente vio con recelo la injerencia de la sociedad en los asuntos gubernamentales de la monarquía; “los vasallos nacieron para callar y obedecer”, se decía entonces, sin reflexionar en que el hombre había sido convertido en un esclavo declarado: todo por la conservación del absolutismo real.

Es incuestionable que la independencia de la Nueva España y la fundación del Imperio Mexicano propiciaron la independencia en las provincias de la capitanía, en las que no fue necesario que ocurriera una guerra civil para conseguirla. En la práctica, cada Ayuntamiento la proclamó aprovechando la circunstancia de que no había ninguna oposición militar española en la región; es decir, lo hicieron cuando declarar la independencia era consumarla sin disparar un tiro; esto sucedió así porque fueron las autoridades mismas las que la proclamaron, sabedoras de que en su comarca no había una fuerza militar que pudiera y quisiera oponérseles. Es muy importante que, hoy en día, casi dos siglos después de tales sucesos, veamos con claridad que la rebelión fraguada por los criollos en la Nueva España fue inevitable en 1810 porque la grandeza de la metrópoli estaba llegando a su final.

Ninguna rebelión habría triunfado cincuenta años antes. La pregunta obligada es ¿por qué se derrumbó el dominio hispano en el mundo? Parte de la respuesta es que otras naciones como Gran Bretaña, Francia, Holanda y Estados Unidos estaban en camino de alcanzar un alto nivel de desarrollo industrial, comercial y militar superior al de España, que se rezagó en esa carrera y no tuvo arrestos para contener los embates de tan formidables rivales. Aquellas naciones se preparaban para ocupar el lugar que España, débil y muy atrasada en industria y comercio, les dejaría en Hispanoamérica. Desde 1808, con la invasión napoleónica a la península ibérica, el equilibrio de fuerzas cambió en el mundo y, para 1821, era ya una realidad que España había perdido casi todos sus territorios, con excepción de Cuba, Puerto Rico y Filipinas, de los que había empezado a apropiarse a finales del siglo XV, en los años del descubrimiento del continente que luego sería llamado América.

Los acontecimientos vividos en las provincias de la capitanía centroamericana han sido estudiados y presentados al público en folletos, libros y otros medios como los periódicos y las revistas en que los escritores y los historiadores, unos profesionales y otros, la mayoría, aficionados, han tratado de comprenderlos. Cabe aquí la aclaración de que tan loable labor historiográfica arrancó en el momento en que algunos contemporáneos de los hechos pensaron y escribieron lo que, a su juicio, los explicaba con amplitud. Esta abundante narrativa historiográfica adolece de graves defectos, principalmente la que se produjo desde que se presentaron los cambios hasta los años setenta del siglo XX, pues es notable la parcialidad con que algunos de sus autores comprometieron las conclusiones a las que llegaron: los guatemaltecos dicen que Chiapas y Soconusco les fueron arrebatados ventajosamente por México; en tanto que chiapanecos y mexicanos afirman que ambos territorios se unieron por su propia voluntad a este país. Por supuesto que todos utilizan los documentos que han estado a su alcance, pero son muy diversas las interpretaciones que dan a su lectura y bastante evidente la presentación manipulada de los acontecimientos para favorecer su propia versión.

De modo que esa visión parcial y su divulgación más o menos amplia entre los que han querido saber más de lo que sucedió en aquellos años impidieron, en cierta forma, la producción de estudios confiables que hicieran posible un avance y expusieran las cosas con un criterio menos comprometido. Hoy, en pleno siglo XXI, el apasionamiento personal está quedando en segundo término al ser superado por la revisión documental rigurosa de los hechos y el estudio y valoración imparcial del papel que representaron los protagonistas de aquellos sucesos que, como ellos mismos pudieron advertirlo con claridad, eran fundamentales para la historia de las provincias centroamericanas.

Durante el prolongado decurso de los años coloniales sucedieron varias sublevaciones en algunas ciudades y poblados de la capitanía; los motivos que movieron a los descontentos van desde el rechazo a las contribuciones económicas demasiado elevadas o frecuentes que algunos funcionarios públicos o ministros religiosos sin escrúpulos imponían a la gente humilde de las comunidades hasta la respuesta violenta de los ofendidos al maltrato y el despotismo de las autoridades civiles inmediatas cuando sus miembros eran corruptos o incapaces de desempeñar su cargo con eficiencia.

La mayor parte de estas rebeliones populares —motines, asonadas, alborotos, mitotes— que se hicieron sentir con gran intensidad, presentan dos características distintivas: se circunscribieron al pueblo o ciudad donde ocurrieron y ninguna anunció que proclamaría la independencia. Las más citadas en los estudios sobre la independencia son las que tuvieron lugar en los primeros años del siglo XIX (muchas de las que se desarrollaron entonces y en los años anteriores fueron de indígenas), y se explican porque el orden administrativo que había impuesto la monarquía española se vio afectado, a partir de 1808, por la invasión del ejército imperial de Napoleón Bonaparte a Portugal y España. El que ésta hubiera sido derrotada con tan alarmante facilidad, puso en claro ante los criollos y peninsulares de América que había dejado de ser la otrora nación poderosa que gobernaba con seguridad sobrada sus provincias de ultramar. En aquel año desestabilizador —1808— los hispanoamericanos contemplaron como iba siendo una realidad la destrucción del poderío español, al que nunca imaginaron destrozado por otra nación, salvo los reveses que le había hecho padecer Inglaterra. Dos años después, impulsados por la insurrección del padre Hidalgo en la Nueva España, los centroamericanos mostraron su descontento, y sus protestas se revistieron de un cariz más atrevido, manifestándose abiertamente en el Ayuntamiento de la ciudad de Guatemala por las reclamaciones que algunos grupos hicieron al capitán general respecto de sus derechos civiles, además de que pretendieron negar su reconocimiento a la Regencia del reino español. Esas acciones no tuvieron ningún efecto sobre el resto de la población, ni proclamaron la independencia; tampoco sus consecuencias rebasaron los límites del lugar donde sucedieron.

En Ciudad Real algunos inconformes llegaron al extremo de atentar contra el asesor ordinario del intendente y, en San Salvador, quisieron deponer a las autoridades peninsulares y sustituirlas por criollos, según afirman algunos historiadores; aunque otros señalan que se proponían dar el grito de libertad, para lo que no se cuenta con pruebas confiables. De nuevo en San Salvador fue descubierta una especie de conspiración que se creyó podría llegar a convertirse en una rebelión peligrosa; la habían organizado unos criollos admiradores del cura vallisoletano José María Morelos, que en ese tiempo estaba en pie de guerra en la Nueva España. En León de Nicaragua, como una secuela de los sucesos de San Salvador, la gente se sintió motivada y depuso al intendente y a otros funcionarios peninsulares. Tampoco esta vez se trató de la independencia y no existen pruebas en las que conste la intención de constituir un país libre. La sublevación que alcanzó mayor resonancia en ese tiempo fue la de Granada, en Nicaragua, cuyos habitantes exigieron la renuncia de todos los funcionarios peninsulares, pero nunca anunciaron una acción emancipadora. En la llamada “conspiración de Belén”, descubierta en 1813 en la ciudad de Guatemala, los implicados criticaban al gobierno y leían las proclamas del cura Morelos. Pero estos conspiradores no pasaron de hacer planes con los buenos deseos que los inspiraban, y sus proyectos no maduraron lo suficiente como para intentar la expulsión de los peninsulares en beneficio de los criollos, mucho menos para proclamar la independencia. No ha faltado un historiador que calificó de exagerada la importancia que se atribuyó a esta conspiración.

Es relevante el hecho de que, desde entonces y, más señaladamente, desde 1815, estas inquietudes y conatos de rebelión prohijados por los criollos dejaran de producirse, lo que se explica, en parte, por la decadencia en que había caído el movimiento armado independentista novohispano y por el fusilamiento de Morelos en diciembre de ese año. Este evidente apaciguamiento permitió al gobierno de la Nueva España recuperar el control de la situación, imponiendo con más empeño el sistema colonial que irradiaba a todo el virreinato desde la ciudad de México. Realmente el gobierno español nunca se vio acorralado por la insurgencia, excepto en 1810, cuando el numeroso ejército de Hidalgo derrotó a los realistas en el Monte de las Cruces, quedando la ciudad de México a su merced. Ante la falta de caudillos y de algún ejército libertador que peleara por la independencia, es indiscutible la afirmación de que Centroamérica, empezando por Comitán, en Chiapas, declaró su independencia aprovechando la consumación que Iturbide logró en la Nueva España.

Volviendo al año crucial de 1808 y los que le siguieron, la vida de los centroamericanos en lo que toca a lo político y administrativo fue notablemente alterada, como nunca antes les había ocurrido; dicha alteración se manifestó desde que se enteraron de que el emperador Bonaparte era dueño absoluto del gobierno de España, donde entronizó a José I, su hermano mayor, y que los españoles estaban decididos a expulsarlo de la Península mediante el sacrificio y el valor de la resistencia popular coordinados por las juntas de gobierno que surgieron en muchas ciudades españolas. En la capitanía hubo muestras de lealtad a España y su monarquía, aún cuando ambas sólo eran conceptos abstractos para el grueso de la población, que las respetaba como una tradición heredada de las generaciones pasadas. Ya sin rey y con la carga del liberalismo que para entonces se había extendido por el mundo, los españoles convocaron unas Cortes que se reunieron en Cádiz para discutir los problemas no sólo de España sino de la monarquía toda, incluyendo las provincias de América y la asiática Filipinas. Atendiendo la convocatoria que publicó la Regencia, en la capitanía guatemalteca fueron elegidos seis diputados que atravesaron el Atlántico para representar a sus respectivas provincias en las Cortes: Guatemala, Chiapas, Honduras, San Salvador, Nicaragua y Costa Rica mandaron sus diputados al Congreso organizado por los defensores de la monarquía española. Cada diputado llevó consigo las peticiones —no exigencias— que iban desde el trabajo, contribuciones, diezmos, educación, demarcaciones territoriales de las órdenes religiosas, comercio, caminos, navegación en ríos y mares, construcción de canales interoceánicos, hasta la petición de que fueran atendidos los grupos indígenas que vivían en un estado de postración humillante, como fue el caso de algunas comunidades chiapanecas expuesto por el diputado Mariano Robles Domínguez de Mazariegos.

La intervención de los diputados de la capitanía en las cortes gaditanas, aunque no haya sido un detonante para los movimientos sociales que después aparecerían en cada rincón de su respectivo terruño, sí logró generar una etapa de preparación para las acciones que en los años siguientes emprenderían los grupos de poder en sus provincias. Las facilidades que encontraron en Cádiz esos diputados para imprimir sus instrucciones y memorias, su participación parlamentaria a voz en cuello y la libre presentación de sus quejas, propuestas y peticiones, muestran que en la ciudad y su isla se vivió un ambiente que les permitió hacer uso de unos derechos que en algunos países europeos y en Estados Unidos ya disfrutaban sus ciudadanos, por la significativa razón de que habían dejado de ser vasallos en el estado moderno.

Los diputados del mundo hispano que participaron en las Cortes de Cádiz vivieron en plenitud el inolvidable momento en que dieron por terminada su labor legislativa y firmaron, el 18 de marzo de 1812, la Constitución política de la monarquía española, código histórico que promulgarían el día siguiente, no obstante que los franceses aún hollaban el suelo de España. Las firmas de los diputados centroamericanos están estampadas después del último artículo, el 384, en el orden siguiente y entre las de los diputados de las demás provincias: Florencio Castillo, por Costa Rica; José Antonio López de la Plata, por Nicaragua; Antonio Larrazábal, por Guatemala; José Ignacio Ávila, por San Salvador; José Francisco Morejón, por Honduras, y Manuel de Llano, por Chiapa (así, sin la s final). El diputado chiapaneco Robles Domínguez de Mazariegos aún no llegaba a Cádiz en los días de la firma y promulgación de la Constitución; sus gestiones las haría después y obtendría algunos resultados favorables para su provincia. Dos años después de la histórica promulgación, debido al desenlace negativo que para ellos tuvo la guerra en el resto de Europa, los franceses se vieron obligados a retirarse de España, lo que permitió a Fernando VII recuperar el trono en 1814. Este rey, una vez instalado, no mostró el menor agradecimiento a los valientes españoles, hispanoamericanos y filipinos que habían defendido su derecho legítimo al trono, y derogó la Constitución, acción que provocó una rebelión generalizada, al despreciar los peligros que aquéllos habían padecido (por la amenaza militar francesa y la epidemia mortal que asoló Cádiz) cuando la discutieron, artículo por artículo, hasta que la promulgaron para todo el mundo español el 19 de marzo de 1812. Por esa orden de corte tiránico que dictó Fernando VII, constitucionalistas y absolutistas estuvieron en guerra durante seis largos años, hasta que triunfaron los primeros en 1820. En consecuencia, fue restaurada la Constitución liberal y, con ella, el régimen monárquico constitucional. Es a partir de ahí que se desencadenó, como una reacción incontenible en la América española, a instancias de los peninsulares y algunos criollos de buena posición social y económica que rechazaron el orden constitucional, la última etapa de la guerra de independencia.

En la Nueva España, al restablecerse el constitucionalismo, tomó forma la oposición de los peninsulares y, por diversos factores que se combinaron, el coronel Iturbide, con su propio talento e iniciativa oportuna, consumó la independencia en 1821. Ese triunfo y las insinuaciones que Iturbide hizo al capitán general, brigadier Gabino Gaínza, para que se decidiera por la independencia, orillaron a los funcionarios de la Capitanía General de Guatemala, que hasta esos momentos se habían limitado a esperar el desenlace que en el virreinato novohispano y en la América del Sur tuviera la guerra, a considerar que había llegado el momento de sacudirse el dominio español, sobre todo cuando la presencia política y militar de la metrópoli parecía liquidada.

Iturbide publicó su Plan de Iguala el 24 de febrero de 1821 y, en los siguientes cinco meses, nada ocurrió en la ciudad de Guatemala ni en las provincias de la capitanía; por el contrario, durante ese periodo crucial las autoridades hicieron todo lo que pudieron para que sus gobernados fortalecieran los votos de obediencia y fidelidad que debían al rey, y declararon, siguiendo el ejemplo del virrey de la Nueva España, traidor a Iturbide, reprobando su acción emancipadora. Así tenía que ser, pues las autoridades nombradas por la monarquía española nunca aplaudirían un plan que las estaba relegando. La independencia en la Nueva España se acercó a su consumación cuando en agosto el jefe político superior y capitán general —no virrey— Juan O’Donojú, recién llegado a Veracruz, se puso de acuerdo con Iturbide y ambos firmaron los Tratados de Córdoba, en los que daban por hecho que España reconocería la existencia independiente de su antigua posesión y ratificaría dichos tratados.

Puede decirse que el tránsito de la Colonia a la independencia en la capitanía guatemalteca pasó por dos etapas en un tiempo muy breve: la primera, bajo el peso ideológico del Plan de Iguala, publicado por Iturbide el 24 de febrero de 1821, que sus dirigentes seguramente comentaron con cierta amplitud y, la segunda, seis meses después, el 24 de agosto, cuando Iturbide y O’Donojú firmaron los Tratados de Córdoba. En ambos documentos se anunció la fundación de un nuevo país con el nombre de Imperio Mexicano. En Centroamérica, en un primer momento, las autoridades no se adhirieron al Plan de Iguala, quizás porque prefirieron esperar que el movimiento iturbidista lograra consolidarse; además de que no había en el istmo una oposición violenta entre gobierno y alguna facción insurgente que las obligara a precipitar las acciones. Pero los Tratados de Córdoba y la inminente entrada del Ejército Trigarante a la ciudad de México hicieron que el gobierno central de la capitanía y de las principales ciudades y poblaciones de las provincias vieran con simpatía el tan anunciado cambio político que llegaba incontenible.

De modo que, en toda la capitanía se observó un compás de espera bastante prudente hasta que, unos días después de la firma de los Tratados de Córdoba y sin contar con un ejemplar del documento, es decir, sin conocerlo, el Ayuntamiento de la ciudad de Comitán, en la intendencia de Chiapas, se atrevió a declarar el 28 de agosto la independencia de la ciudad y su comprehensión”, es decir, de todo el partido de Comitán, llamado también los Llanos. Esa declaración corresponde sólo al partido de Comitán, no a toda la intendencia de Chiapas. Participaron en la reunión de ese día varios individuos y firmaron el acta once miembros del Ayuntamiento, sin que a ninguno de ellos pueda adjudicársele un papel protagónico y menos el calificativo de “padre de la independencia de Chiapas” porque, como antes dije, el documento refiere únicamente a Comitán. Debe quedar muy claro que el acta comiteca fue una declaración, no un llamado a las armas. Su importancia histórica, no obstante su índole local, radica en que fue la primera de una docena de declaraciones independentistas que aparecieron en Chiapas y en el resto de la capitanía.

El Ayuntamiento comiteco dio aviso de su declaración a las autoridades de la intendencia, con sede en Ciudad Real, y éstas decidieron seguir sus pasos, pero esta vez en nombre de toda la provincia, haciendo valer su condición de ciudad capital; es casi seguro que, para entonces, los ciudadrealeños tampoco conocieran los Tratados de Córdoba, pues los documentos que emitieron aluden sólo al Plan de Iguala. Es notable el hecho de que las autoridades de Comitán no hayan esperado la entrada triunfal del Ejército Trigarante a la ciudad de México y la consumación de la independencia para sumarse al regocijo mexicano y, entonces sí, a la segura, promulgar su declaración. Pero más notable es aún el que los ciudadrealeños introdujeran un agregado en el acta de la toma de juramentos a sus funcionarios: anunciaron implícitamente, desentendiéndose de su condición de provincia perteneciente a la Capitanía General de Guatemala, que la intendencia de Chiapas formaba parte del Imperio Mexicano.

Lo que siguió en las demás provincias de la capitanía fue una repetición de lo acontecido en Chiapas, pues en varias poblaciones sus ayuntamientos declararon la independencia y, en algunos casos, su anexión al imperio. Esta circunstancia se vio favorecida por el empeño que Iturbide mostró para que esas provincias se integraran a la nación que se había propuesto forjar. El vallisoletano se beneficiaba de los informes que le enviaban los agentes que comisionó y de los colaboradores que, desde la ciudad de Guatemala, le hacían saber el sentir de sus habitantes y la seguridad de que apoyaban la agregación al Imperio Mexicano. Cabe aquí señalar la excelente labor que desempeñó el teniente coronel Manuel Mier y Terán en Chiapas, desde donde informó a Iturbide de la voluntad que mostraban los chiapanecos de unirse al imperio; aunque le aclaró que tal inclinación obedecía a conveniencias económicas, describiendo el carácter de sus habitantes y el comercio que mantenían sobre todo con Oaxaca.

Los dirigentes centroamericanos no sospecharon que el poder político de la capitanía entraría en un proceso de cambio, que sería irreversible, a partir del 15 de septiembre de 1821, día en que, presionados por los sucesos de Chiapas, el capitán general Gaínza y sus allegados firmaron el acta de independencia de la ciudad de Guatemala, la que, según varios autores, fue redactada por el hondureño José Cecilio del Valle. Estas declaraciones fueron proclamadas por las autoridades que el gobierno colonial había constituido con anterioridad y que aún estaban en funciones, no por un ejército libertador que hubiera conseguido la independencia venciendo en algunas batallas a los españoles. Pese a tan favorable coyuntura, el capitán general y los funcionarios del gobierno declararon la independencia de la ciudad de Guatemala únicamente; es difícil intentar al menos saber por qué no se atrevieron a hablar por todas las provincias, pues tenían el derecho de hacerlo, ya que constituían la autoridad máxima de la capitanía. Para ganar tiempo y dar una respuesta satisfactoria a Iturbide, sin arriesgar la integridad territorial de la capitanía, el gobierno guatemalteco convocó un Congreso que se reuniría el 1 de marzo de 1822 para “decidir el punto de independencia”. El hecho de que la declaración de la ciudad de Guatemala conservara el aparato administrativo que venía ejerciendo el poder, sin hacer ni proponer el menor cambio hasta que el Congreso convocado determinara lo conducente, además del “mal ejemplo” de Chiapas, provocaron que el control sobre las provincias, que hasta esos días habían tenido las autoridades centrales se debilitara sobremanera. En las semanas siguientes algunos ayuntamientos de la región redactaron sus respectivas actas de independencia y hasta anunciaron que se adherían al Imperio Mexicano.

En el acta guatemalteca se dispuso, en nombre de todas las provincias, la formación de una Junta Provisional Consultiva, para la que fueron designados sus integrantes, entre ellos Antonio Robles, que representaría a Ciudad Real, es decir, a Chiapas. El propósito de las autoridades centroamericanas era contar con un órgano de gobierno que coordinara las acciones de todas las provincias ante la transformación que se estaba experimentando. En realidad, el que el gobierno centroamericano no haya anunciado que se adhería a la nación mexicana y que intentara mantener la unión de sus provincias mediante la formación de una Junta y la convocatoria para que se reuniera un Congreso, además de otras disposiciones, no constituía una ofensa para los chiapanecos; pero, esa actitud organizadora y un tanto precavida, fue la causa de que en Ciudad Real apareciera un rechazo franco al gobierno de la capitanía. Con el propósito de que su oposición cobrara fuerza y se consolidaran sus planes, la Diputación Provincial de Chiapas nombró un comisionado —el cura de Huixtán, Pedro José Solórzano— para que se trasladara a la ciudad de México, donde gestionaría la separación de su provincia de la Capitanía General de Guatemala y su anexión al Imperio Mexicano. La insistencia de las autoridades de Chiapas, que residían en Ciudad Real, de anexar su provincia al imperio separada de la capitanía, aún cuando ésta hiciera lo mismo, revela que querían zafarse a toda costa del control gubernamental de la ciudad de Guatemala, actitud que compartían con ellas otras provincias de la región. Los ciudadrealeños persistirían en ese intento separatista hasta conseguir la unión definitiva a México. La capitanía sufrió así el primer golpe de la desmembración o cercenamiento territorial, el cual le anunció el destino que le aguardaba respecto de la dispersión que en un futuro no muy lejano decidirían las demás provincias.

Por su parte, el gobierno centroamericano al mando del brigadier Gaínza, organizó una consulta entre los Ayuntamientos de la capitanía para que respondieran, en nombre de los habitantes de su jurisdicción, si querían formar parte del Imperio Mexicano; el recuento mostró que la mayoría de los cabildos aceptó agregársele. Así fue como, de manera precipitada y nada democrática, el 5 de enero de 1822 las autoridades de la ciudad de Guatemala anunciaron el resultado de aquella encuesta y convirtieron a las provincias de la capitanía en territorio mexicano. Como un caso paralelo, unos días después, el 16 de enero, la Regencia del imperio expidió el decreto de aceptación de Chiapas, separada de la capitanía, como una de sus partes integrantes.

Para proteger la independencia de la región y consolidar la unión de la nueva extensión territorial que había adquirido el imperio, Iturbide ordenó que una pequeña fuerza militar de aproximadamente quinientos soldados se preparara en Oaxaca, en los últimos meses de 1821, y que luego avanzara, al mando del general Vicente Filisola, hasta Chiapas, para que después continuara su marcha a la ciudad de Guatemala. Iturbide había nombrado a Filisola jefe de aquella tropa expedicionaria, a pesar de que Mier y Terán le había solicitado que le permitiera hacerse cargo de la organización de aquellas provincias. Es difícil saber si Mier, antiguo insurgente en la guerra de independencia mexicana y, por lo mismo, rival de Iturbide en esa lid, habría cumplido mejor que Filisola la delicada misión que el caudillo de Iguala diseñó para lo que aún era la Capitanía General de Guatemala. En su recorrido los soldados mexicanos no encontraron oposición alguna: sólo San Salvador fue sometido por las armas a principios de 1823, cuando el imperio estaba a punto de derrumbarse. Ese triunfo de aquel incipiente imperialismo mexicano fue intrascendente, pues en esos días también le llegó a Iturbide la hora de la abdicación. Ya sin Iturbide en el poder, la capitanía se separó de México con extrema facilidad, y en ello mucho tuvo que ver el decreto que el general Filisola publicó en la ciudad de Guatemala el 29 de marzo de 1823, quedando la provincia de Chiapas como un solitario territorio entre dos estados que habían preferido el camino de la república.

Esta nueva sacudida política hizo que los dirigentes de Chiapas, notoriamente los de Ciudad Real, insistieran en que seguían formando parte de México, país que no era más un imperio sino una república en ciernes. En perjuicio de esa disposición de los chiapanecos y, seguramente sin darse cuenta de su desatino, los legisladores republicanos de México decretaron que lo que se había hecho en los tiempos de Iturbide, fundamentalmente el Plan de Iguala y los Tratados de Córdoba, amén de otras disposiciones entre las que debería incluirse el decreto del 16 de enero de 1822 expedido por la Regencia, eran ahora insubsistentes… y prácticamente echaron a Chiapas de la nación mexicana.

Los chiapanecos formaron entonces, en junio de 1823, una Junta de gobierno en cuya primera sesión, a la que asistieron diez de los doce representantes de los partidos, se propuso resolver el punto de si aún subsistía el pacto de unión a México. A la hora de la crucial decisión los representantes no pudieron llegar a ningún resultado concreto porque la votación resultó empatada. Así las cosas, el 31 de julio la Junta Suprema expidió el llamado decreto “de bases” en el que declaró que Chiapas era libre e independiente de México y de cualquier otra autoridad, y anunció que se celebraría un “pronunciamiento” de reincorporación bien a México o a Guatemala, llamando Guatemala —por la costumbre inveterada— al recién nacido país denominado Provincias Unidas del Centro de América. La nueva nación era una república federal que la Asamblea Nacional Constituyente, reunida en la ciudad de Guatemala, había fundado el 1 de julio. Es innegable que mexicanos y centroamericanos estaban interesados en que su respectivo territorio se extendiera hasta Chiapas y Soconusco.

El gobierno de las Provincias Unidas del Centro de América se vio obligado a intervenir en los asuntos de Chiapas cuando Lucas Alamán, en su carácter de secretario de Relaciones Exteriores de México ordenó, equivocadamente, al general Filisola —que para entonces se había retirado de la ciudad de Guatemala y estaba en camino a la ciudad de México— que, a su paso por Ciudad Real, disolviera la Junta Suprema Provisional Gubernativa de Chiapas y repusiera en sus funciones a la anterior Diputación Provincial, la que había gobernado cuando Iturbide estaba en el pináculo. Esa acción innecesaria y torpe del secretario Alamán, basada en su creencia de que la anterior Diputación Provincial era partidaria de México y que la Junta Suprema de esos días tendía hacia la República Centroamericana, provocó una protesta que se materializó en el Plan de Chiapa Libre, en octubre de 1823, en el que comitecos y tuxtlecos exigieron la salida de los soldados mexicanos del territorio chiapaneco y la reposición de la Junta Suprema, además de insistir en que Chiapas era una provincia libre, según el decreto “de bases” publicado en julio anterior. En esa circunstancia fue muy natural que se enfrentaran los que preferían permanecer unidos a México y los que trataban de volver al seno de las provincias centroamericanas. Es innegable que éstos vieron en la proclamación del plan una buena oportunidad para su causa, y se agruparon en torno a él; pero no hay que olvidar que dicho plan fue provocado por un error de Alamán y que fue anterior a cualquier partidismo, independientemente de que declarara libre a Chiapas de México y exigiera que los soldados mexicanos salieran de su territorio. No obstante, la afirmación de que la provincia nada tenía que ver con México, sirvió a los partidarios de este país para calificar a los sostenedores del plan como simpatizantes del gobierno centroamericano, aún cuando la imparcialidad del documento era inobjetable.

Por las presiones del Congreso mexicano y, obedeciendo sus órdenes, el general Filisola abandonó Ciudad Real y dejó cien soldados al mando del coronel Felipe Codallos. Esta minúscula guarnición mexicana presenció el triunfo pleno del Plan de Chiapa Libre, que exigía su pronta salida de la provincia. Siguiendo los pasos de Filisola, la pequeña tropa de Codallos también se retiró de Ciudad Real y dejó la provincia en manos de su propio gobierno, es decir, de la Junta Suprema, que fue reinstalada y continuó ejerciendo sus funciones. Con el propósito de resolver el estado fluctuante de Chiapas entre las dos repúblicas vecinas y de que se federara a una de ellas, habiendo antes reconocido que no contaba con los recursos suficientes para erigirse en nación, la Junta publicó, en diciembre de 1823, una circular en la que pedía a los ciudadanos que mandaran sus observaciones, escritos, informes o memorias en que expresaran su deseo de ser de México o de Guatemala, incurriendo en la ligereza de llamar Guatemala a las Provincias Unidas del Centro de América, de las que la provincia de Guatemala formaba parte.

La respuesta de los representantes de los doce partidos chiapanecos no fue conocida con la rapidez que se esperaba, pues algunos de ellos no acudieron a Ciudad Real a entregar las actas y los expedientes de los pueblos de su respectivo partido, viéndose obligada la Junta, integrada en esos momentos con los representantes que estaban en la ciudad, a publicar una nueva circular, el 24 de marzo de 1824, en la que repitió la expresión ser de México o de Guatemala y la indicación de hacer los “pronunciamientos” para federarse a una u otra república. El mecanismo a seguir resultó ser muy sencillo, pues en esta segunda circular la Junta delimitó su compromiso como órgano de gobierno al decir, por primera y única vez, que luego de saber a qué nación querían federarse los habitantes de los pueblos y partidos, “no harán otra cosa los representantes que componen esta Junta […] que declarar solemnemente el pronunciamiento, conforme a la base de la población…”, y entregar a la nación favorecida “testimonio de todos los comprobantes…” De ahí la importancia del número de habitantes que en el padrón de población, que aún no se instrumentaba, se atribuiría a cada pueblo y partido, y de ahí también que lo más indicado era nombrar desde ese momento la comisión encargada de poner al día el padrón de población y darlo a conocer a cada representante de partido. Esto no ocurrió así, y los representantes no se enteraron del número de sus representados asentado en el padrón que serviría de base al cómputo final hasta pocos días antes de que se elaboraran las actas del 12 y 14 de septiembre de 1824. Los apuros para que los chiapanecos manifestaran su decisión se debieron a que en la ciudad de México el Congreso trabajaba en la elaboración de la Constitución política de la república federal, y su promulgación estaba muy próxima; era pues, urgente, saber si Chiapas estaría entre los estados que integrarían el nuevo país para incluirla en el artículo correspondiente.

La Junta Suprema residía en Ciudad Real y estaba formada por los doce individuos que representaban a cada uno de los partidos que componían la provincia. De manera que ellos fueron los encargados de formar los expedientes de sus representados y de entregarlos a la Junta, es decir, a sí mismos. Para llenar las actas respectivas los representantes debieron organizar reuniones de vecinos en los pueblos de sus partidos o entrevistar a los que sabían leer y escribir, los que hablaban español, los pequeños propietarios, comerciantes, abogados, médicos, curas, indígenas monolingües y bilingües de comunidades apartadas, etcétera, ya que, de no hacerlo así, la decisión que asentaran sería a título personal; sin embargo, debe reconocerse que ambas tareas representaban una misión difícil, llena de obstáculos. De alguna manera, y sin que estuvieran presentes todos o la mayoría de sus representados para que deliberaran sobre el “pronunciamiento” que emitiría, el representante llenó, cumpliendo con su función, la documentación correspondiente. Por el mal estado de las vías de comunicación se puede suponer que los habitantes de los doce partidos tampoco pudieron intercambiar impresiones, eliminándose la posibilidad de que formaran alianzas o grupos que siguieran una determinada tendencia, excepto en el caso de Ciudad Real y Comitán, que se “pronunciaron” al alimón y permanentemente por México. Otro es el caso de los representantes, pues éstos tenían la posibilidad de encontrarse en Ciudad Real.

En los últimos días del proceso la Junta formó dos comisiones de tres miembros cada una para que se encargaran, la una, de inspeccionar los padrones o listas en las que estuviera el número de habitantes de cada pueblo o ciudad y, la otra, de revisar las actas de los “pronunciamientos” de los pueblos y partidos de la provincia. Los seis miembros de las comisiones eran de diferente opinión en cuanto a la federación que preferían, pues tres de ellos eligieron a México, dos a las Provincias Unidas del Centro de América y uno hizo saber que los pueblos de su partido se repartieron entre México, las Provincias Unidas y por ser independientes de ambas repúblicas. De estos individuos, los tres que prefirieron a México eran miembros de la misma comisión, de la que se encargaría de inspeccionar las actas de los “pronunciamientos”. La otra, la que estaba encargada de la inspección de los padrones, basó su trabajo en el padrón que se había utilizado en 1821. Algunos estudiosos del tema han afirmado que esta comisión “infló” las cifras para dar un total de 172,953 “almas” a la provincia, cuando los censos que se habían practicado unos años antes, y aun después, sólo le atribuían alrededor de 130,000; en realidad, si acaso hubo una intención preconcebida y manipuladora, nunca podrá saberse con certeza, aunque 40,000 agregados arbitrariamente es demasiado hasta para suponer ingenuidad.

Pero se cuenta con otros datos que permiten comprobar ese aumento, como el que, once años antes, en 1813, asentara el diputado Robles Domínguez de Mazariegos en su Memoria histórica de la provincia de Chiapa, una de las de Guatemala, consistente en que la provincia “pasaba” entonces de 100,000 habitantes. El que los pueblos y ciudades a los que se anotó un mayor número de habitantes resultaron ser los que estuvieron a favor de México, ha servido de soporte para decir que hubo manipulación y que se favoreció a este país. Es evidente el acrecentamiento del número de habitantes fijado a cada pueblo y partido en el padrón, lo que pudiera deberse —y esta es una explicación aventurada— a que los dirigentes chiapanecos temieron perder la posibilidad de pertenecer a la federación mexicana si mostraban una población pequeña, y quisieron evitar el riesgo de que el interés que había despertado la provincia entre los mexicanos disminuyera o desapareciera. Es sólo una conjetura que se presta a la controversia. Pero esa podría ser una de las razones que tuvieron para “inflar” las cantidades, dándose el caso de que esa acción de agrandarlas bien pudo hacerse con todos los pueblos anotados en el padrón. El haber procedido de esa manera y con esa intención explicaría que las comisiones, designadas a última hora, entregaran sus trabajos a la Junta en los momentos casi finales de aquel proceso.

El tiempo en que los pueblos y partidos chiapanecos hicieron sus “pronunciamientos” abarcó desde diciembre de 1823 hasta septiembre de 1824, contando la ratificación que hizo Huixtán; en ese lapso, los representantes de los doce partidos de la provincia, con sus ciento cuatro pueblos, prepararon los expedientes anotando en las actas correspondientes su decisión. El resultado definitivo fue dado a conocer por la Junta en un acta que firmaron sólo 9 de los 12 representantes el 12 de septiembre de 1824, y que fue favorable a la República Mexicana. Según las cuentas de la Junta, 96,829 “almas” o personas estuvieron a favor de la federación a la República Mexicana; 60,400 expresaron su preferencia por la “República Guatemalana” (Provincias Unidas del Centro de América); y 15,724, cifra que no se menciona en el acta, porque puede deducirse, fueron consideradas “indiferentes”. Dos días después, el 14, la Junta proclamó solemnemente, en una segunda acta firmada sólo por 8 representantes, la federación de Chiapas a la Nación Mexicana. El representante de Tuxtla, capitán Joaquín Miguel Gutiérrez, no firmó este segundo documento, porque salió de Ciudad Real precipitadamente y se dirigió a Tuxtla, cabecera de su partido. Y es que en Tuxtla se resistieron a aceptar los resultados asentados en el acta del 12 de septiembre.

Queriendo saber más de lo que había sucedido en Ciudad Real, sometieron a su representante a un interrogatorio del cual explicando su participación y respondiendo las preguntas que le hicieron— salió airoso. Volviendo al proceso de los “pronunciamientos”, el punto más débil del procedimiento seguido fue la utilización del padrón de población en el que se contaban por igual hombres, mujeres, niños y un gran número de indígenas que no hablaban español y que no podían comprender cabalmente la importancia de aquel acto. Así que los pueblos y partidos donde el padrón señalaba un mayor número de niños y mujeres, que por tradición no participaban en la vida política, lo mismo que indígenas que nada podían saber de los “pronunciamientos”, pasaron a favorecer el bando donde los anotaron como simples números. El pueblo de Chiapa (hoy ciudad de Chiapa de Corzo) se sumó a la protesta de Tuxtla; sin embargo, ya nada cambiaría lo acontecido. Veinte días después, el 4 de octubre, se promulgó en la ciudad de México la Constitución federal de los Estados Unidos Mexicanos, legislación en cuyo artículo 5 están incluidas las Chiapas como uno de los estados que desde entonces componen la República Mexicana. Posteriormente surgieron algunos comentarios que aún atizan el fuego de la inconformidad o, por lo menos, exhiben las dudas que desde entonces se ventilan. El chiapaneco Luis Espinosa llamó “muy raro” el procedimiento seguido para determinar el número de habitantes que se contaron en el proceso, al incluir hombres, mujeres y niños; y el tabasqueño Manuel B. Trens comentó que “votaron hasta los lactantes” en ese “remedo de plebiscito”.

La oscilación de Chiapas entre la República Mexicana y la República de las Provincias Unidas del Centro de América, ocasionada por la abdicación de Iturbide y el yerro cometido por los congresistas mexicanos al declarar insubsistente lo que el Libertador había hecho, terminó cuando se publicó la decisión final que dejó a Chiapas del lado mexicano. Quiérase o no, se cumplió la unión para siempre de Chiapas a México que la Regencia del Imperio, cumpliendo las indicaciones de Iturbide, había decretado el 16 de enero de 1822. Este cambio de nacionalidad que dio lugar a las protestas de Tuxtla y el pueblo de Chiapa, significó para el gobierno centroamericano un desprendimiento que empañaría sus relaciones con México durante el resto del siglo XIX.

La idea generalizada de que Guatemala perdió a Chiapas tiene su origen en esa confusión que ya antes señalé, producto de la costumbre de decir un nombre por otro: los chiapanecos se “pronunciaron” para elegir entre la República Mexicana y la República de las Provincias Unidas del Centro de América, no entre la primera y Guatemala, no obstante que en los documentos de la época se haya escrito Guatemala. El caso de Soconusco constituye una excepción sobresaliente al respecto; en su acta escribieron Provincias Unidas del Centro de América. Cuando la Junta chiapaneca anunció la federación de la provincia a México, el gobierno centroamericano, con residencia en la ciudad de Guatemala, presentó las objeciones siguientes: la influencia del comisionado mexicano Bustamante en las decisiones que tomó la Junta y la presencia de tropas mexicanas en la frontera de Chiapas o la noticia de que estarían ahí, lo que también influyó en los miembros de la Junta. En un primer momento tales protestas fueron procedentes, independientemente de la consistencia o inconsistencia de sus argumentos, pues las hicieron las autoridades federales de las Provincias Unidas; sin embargo, por el proceso de desintegración de esta república, que empezó en 1838, una sola de sus ex integrantes, Guatemala, puso sobre sus hombros el compromiso de continuar las reclamaciones, lo que vino a ser improcedente. En esta parte de la historia se robustece el argumento de que el gobierno de las Provincias Unidas debió mandar un comisionado, como le sugirió el secretario de Relaciones Exteriores de México, porque con él hubiera tenido un testigo de todo lo que ocurrió en Ciudad Real en lo que concierne a los “pronunciamientos” de los pueblos. Comparando los resultados numéricos obtenidos por uno y otro bando, es notoria la ausencia de ese comisionado, que México sí mandó (el legislador oaxaqueño José Javier de Bustamante) y que llegó a Ciudad Real el 4 de agosto de 1824, porque, si se hubiera presentado con una anticipación conveniente para el desempeño de su labor, habría ganado adeptos entre la gente que entrevistara o impugnado a tiempo el procedimiento de utilizar la base de la población fundado en un padrón habilitado al vapor. Por supuesto que no estaría facultado para hacer adeptos, como tampoco lo estuvo el de México, pero quizás su sola presencia le hubiera redituado algún beneficio; sólo tenía que hacer las veces de observador y presionar sobre determinados puntos.

Como ya antes expliqué, se ha dicho que la suma de la población de toda la  provincia fue elevada notablemente; no había en el solar chiapaneco tantas “almas”, como entonces se decía. Esa diferencia señalada en cada pueblo o ciudad permite afirmar que constituyó un factor determinante en los “pronunciamientos” a favor de cualesquiera de las dos repúblicas, aunque el beneficiado fue México, puesto que los pueblos y partidos que se pronunciaron por este país, aparecen en el padrón con un número elevado de habitantes. En esta parte se ha dicho que lo mismo pudo hacerse para favorecer a las Provincias Unidas. Este hipotético “manejo” no estuvo en las manos de los representantes de cada partido cuando aisladamente preparaban las actas y expedientes de los pueblos que representaban, y eso fue porque no tenían a la vista el padrón de población que, en cambio, sí estuvo en las de la Junta en pleno, de la que eran miembros esos mismos representantes que lo recibieron un día antes del recuento general. Esta anomalía hizo que ningún representante de partido, aislado, protestara, y que tampoco lo hiciera en “su” Junta, porque ahí otros —tuvieron que haber sido los simpatizantes de México— manejaron los expedientes y el padrón, además de que ya no hubo tiempo para discutir o recomponer la decisión que prevaleció.

Lo anterior explica la participación disciplinada de esos representantes, porque es obvio que unos ganaron y otros perdieron, y todos se conocían, pues eran colegas en la Junta. ¿Qué dijeron los que perdieron?, ¿protestaron acaso? Sólo los Ayuntamientos de Tuxtla y el pueblo de Chiapa, del mismo partido, se atrevieron a enfrentar a la Junta, que no ocultaba su alegría por la federación a México. Esos reclamos aislados fueron hechos en sus propias comunidades, no en Ciudad Real. Es decir, no hubo en aquellos días protestas ni denuncias comprometedoras en la capital chiapaneca, y eso que un buen número de personas no ignoraba la trascendencia que para todos tenían aquellos históricos sucesos. En lo que toca al exterior, el gobierno de las Provincias Unidas del Centro de América tomó las cosas con calma; no fue sino hasta pasado algún tiempo que se manifestó un cierto repudio hacia México, el que se transformó en expresión popular inflamada por lo que ha venido a ser un reclamo cuyo motivo histórico es la pérdida de los territorios de Chiapas y Soconusco.

Con el paso del tiempo, después de la dispersión de las Provincias Unidas, sólo el gobierno de la República de Guatemala continuó los reclamos, aunque la esperanza de conseguir algo favorable para lo que convirtió en “su causa” fue siempre mínima. En 1882 los gobiernos de las repúblicas de México y Guatemala firmaron un tratado de límites que puso fin oficialmente a lo que se había convertido en un problema histórico y diplomático. En la actualidad sólo subsisten esos alegatos de manera particular y bajo la responsabilidad de quienes intentan explicar los hechos desde una perspectiva nacionalista bastante forzada por su naturaleza extemporánea.

 

Ciudad de México 15 de octubre de 2014.


Artículo publicado en la Revista Xictli de la Unidad UPN 094 Ciudad de México, Centro, México. Se permite el uso citando la fuente u094.upnvirtual.edu.mx

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