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Año: 2023 Mes: MAYO-AGOSTO Número: 96
Sección: INVESTIGACIÓN Apartado:
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HACIA UNA RACIONALIDAD AMBIENTAL
Jaime Raúl Castro Rico

Relación hombre entorno

Durante las últimas décadas del siglo XX se gestó al interior de la filosofía académica, un fuerte crecimiento de los estudios y discusiones sobre la relación del hombre con su entorno. De hecho, el grito de la Selva Lacandona permite transitar por un sendero que involucra aportaciones de la filosofía ambiental (particularmente en la dimensión ética), de la filosofía decolonial y de la tradición filosófica occidental.

El debate de la filosofía política o filosofía aplicada, tiene que ver con la reforma del artículo 27 constitucional y el movimiento chiapaneco, que centró         en la tierra la base material del discurso; por un lado, se consideró a la tierra como fuente patrimonial, por otro, como elemento comunitario, elemento de identidad cultural de la indianidad.

Cuando el artículo 27 es reformado, se cancela la posibilidad del desarrollo del ejido como elemento jurídico, es decir, la tierra deja de ser percibida, como elemento de identidad,  valor  filosófico,  se  convierte  ahora  en  un bien económico.

El problema en cuestión, tiene que ver con el tipo de racionalidad que justifica la relación hombre-hombre; hombre-naturaleza; hombre-tecnología; hombre- ciencia. De tal suerte, que se funda un discurso ambiental; discurso que va más allá de la simple lectura ecológica e instrumenta la necesidad de un acercamiento más amplio, quizá holológico, donde el hombre se descentra a favor de la comunidad (ambientalismo existencial).

Este crecimiento e interés filosófico por la naturaleza en sus diversas manifestaciones y dimensiones, es paralelo al esfuerzo de múltiples disciplinas  científicas para la resolución de los problemas ambientales, y por supuesto, no       es ajeno a la creciente preocupación social sobre el presente y el futuro de la tierra y de la vida en ella.

La apuesta que se hace en principio, se refiere al tipo de mirada que legitima  las relaciones del hombre; y que legitima una racionalidad antropocéntrica. Pareciera desde esta óptica que el asunto se dirime por vía dualista, donde se           enfrentan: la razón antropocéntrica versus razón ecológica; naturaleza versus economía; naturaleza independiente versus construcción social; descripción científica versus experiencia subjetiva; primacía de la toma de decisiones experta versus reivindicación de la sociedad civil.

Se requiere tomar en serio la noción de filosofía decolonial, para que los integrantes de la comunidad puedan estar en condiciones de construir una racionalidad ambiental que de soluciones a los problemas reales.

De hecho el vínculo tierra-comunidad, adquiere sentido ante la imposibilidad de acceder a la tierra (reforma del artículo 27 ), negando con ello, la identidad de los  sujetos;  la  negación   que el Estado  le  impone  al  indígena  de  la tierra, cancela el ejido por un lado, pero lo lleva irremisiblemente a una rebelión ontológica, epistémica y ético-política.

Rebelión ontológica porque destruye su ser, su estar, su identidad con la cultura, con la comunidad.

Rebelión epistémica porque niega su saber, su darse cuenta, su conocimiento ancestral.

Rebelión ético-política porque demanda de su participación como sociedad civil para emanciparse de aquél que siendo su gobernante sólo ve para su beneficio y no para el de la comunidad.

El levantamiento indígena, en enero de 1994, confronta e impugna una dimensión ético-política: la implantación del neoliberalismo expresado en el propósito globalizador de tintes economicistas.

La pretendida inevitabilidad de la “globalización neoliberal” exige una emergencia exorcizante, que por vía colectiva transforme las herramientas constructoras del mundo indígena, del mundo social, del mundo cultural, del mundo.

La concepción zapatista de la política, el poder y los caminos de la emancipación, las voces de ‘mandar obedeciendo’, son aspiraciones de formas colectivas democráticas, racionalidad alterna ante un mundo apostado en la razón técnica, en la razón económica.

Esta visión reformadora que intenta “cambiar el mundo sin tomar el poder” invita en términos ético-políticos a la participación de la sociedad civil; al empoderamiento de la sociedad civil desprendida del Estado.

El poder vira su rumbo, ya no como poder elitista y se plantea ahora como un esfuerzo de construcción política, que teóricamente conviene que sea limitado, divisible y resistible.

El Estado debe tener un límite, que desde la construcción contractualista es la  ley (Montesquieu entre nosotros), ya que un Estado de derecho garantiza el límite a quien ostenta el poder: Las prerrogativas del gobernante se anulan en   el poder de los ciudadanos, coparticipes de la construcción del Estado.

La racionalidad de la que hablamos, tiene que ver con la sociedad civil en el ámbito de la acción ciudadana, empoderamiento de la sociedad civil, quien a su vez codifica los intereses generales, todo ello, funda la dimensión sociopolítica y por supuesto ambiental.

La resignificación de la ciudadanización de los sujetos exige del plano de la conciencia, pero no sólo social, sino también natural, del entorno en el que vive, de la posibilidad de situarse en el mundo, con el mundo, al interior del mundo, cambiando en fin el paradigma antropocéntrico que coloca al hombre           como poseedor de la naturaleza e incluso de los hombres mismos.

La apuesta es una racionalidad alterna que apunta al sentido de la cultura, de los espacios socioculturales y de las posibles miradas que el ser del conocimiento tiene. De hecho, la insurrección zapatista propone la generación sí, de un movimiento regional, local, que en su quehacer funda y fundamenta una visión nacional e internacional, primera revolución posmoderna.

La voz del zapatismo, es la voz de los sin voz; es la afirmación de lo diverso, diversidad cultural y étnica en un mundo que apuesta a la homogeneización, en todos los sentidos; apuesta que reconoce el valor de la naturaleza, como valor socio-cultural y no sólo como valor económico.

El ideal zapatista pretende ante todo la democratización del poder, poner fin a  la dictadura ejercida por la simbiosis entre el clase política y Estado. La transición democrática como condición mínima para ceder al paso a otros actores.

De entrada, el movimiento desató la toma de conciencia de una gran cantidad de indígenas y no indígenas; aspiración que demanda el replanteamiento de la   cultura política en el sentido de la inversión de la pirámide social.

Alain Touraine (1989), define al zapatismo como ‘revolucionarios demócratas’, soñadores realistas o radicales pragmáticos que preconizan ante todas las cosas la identidad nacional. Identidad manifiesta en el respeto al ideario político de la Revolución Mexicana expuesta en la Constitución de 1917.

El alzamiento zapatista tiene que ver con un movimiento pendular producido por la frontera Norte enmarcado en el Tratado de Libre Comercio (TLC) y el abandono de la frontera Sur; misma que Yvon Le Blot (1996: 92) concibe a partir de las siguientes interrogantes:

¿Qué significa ser mexicano hoy en día?;

¿Cuál es el porvenir de la mexicanidad en el mercado global?;

¿Cómo reinventar la nación cuando ya está en marcha la globalización?

El zapatismo, si bien surge como un movimiento étnico, reivindica la mexicanidad, se asume como un movimiento indígena mexicano; en ningún   momento, se pronuncian por un separatismo o una nación sobre base étnica.

La lucha se ubica ante la subordinación de las comunidades ante el Estado, un              Estado que no nos representa, sólo se representa a sí mismo o a la clase politocrática.

 “No tendrá solución si no hay una transformación radical del pacto nacional. La única forma de incorporar, con justicia y dignidad, a los indígenas a la Nación, es reconociendo las características propias en       su organización social, cultural y política. Las autonomías no son separación, son integración de las minorías más humilladas y olvidadas en el México contemporáneo” (EZLN 1995: 190).

Los zapatistas, buscan combinar lo comunitario y lo nacional, la identidad étnica y la identidad nacional, la indignidad y la mexicanidad. Su objetivo es el reconocimiento del carácter multicultural de la nación. Marta Durán de Huerta (1994) denomina a esto, como “la rebelión de los excluidos” que quiere reanimar el proyecto nacional, un renacimiento de la nación, una nación plural, cuyas bases sean la diversidad cultural y la voluntad de vivir juntos.

El zapatismo afirma Luis Hernández Navarro (1996), exige ante todo ser reconocido en su identidad y su subjetividad. No piden ser tratados como ‘ciudadanos iguales a los demás’ (ideal de la democracia) ni como ciudadanos diferentes de los demás, sino como ciudadanos con sus diferencias.

Diferencias que los han llevado al levantamiento del ‘México profundo’, indígena y rural, según Guillermo Bonfil Batalla (1987) que propone la pluralidad como apertura programática:

“Nuestra forma de lucha no es la única, tal vez para muchos ni siquiera sea la adecuada. Existen y tienen      gran valor otras formas de lucha. Nuestra organización no es la única, tal vez para muchos ni siquiera se la deseable. Existen y tienen gran valor otras organizaciones honestas, progresistas e independientes, […] Nosotros no pretendemos aglutinar bajo nuestra bandera zapatista a todos los mexicanos honestos. Nosotros ofrecemos nuestra bandera. Pero hay una bandera más grande y poderosa bajo la cual podemos cobijarnos todos. La bandera de un movimiento nacional revolucionario donde cupieran las más diversas tendencias, los más diferentes pensamientos, las distintas formas de lucha, pero sólo existiera un anhelo y una meta: la libertad, la democracia y la justicia” (EZLN 1994: 149)

El factor que desencadena este giro programático es la reforma del artículo 27 constitucional, con la cual el régimen de Carlos Salinas legaliza la parcelación, enajenación y privatización de todo terreno agrícola, ganadero y forestal, sea de titularidad comunal o ejidal (Moguel 1992: 261).

En muchas regiones, esta “contrarreforma agraria” se percibe como un ataque             frontal dirigido contra la comunidad indígena, amenazada ahora en su existencia física y territorial por la aparición repentina de ‘unidades de certificación y parcelación’ de la Secretaría de Agricultura; provocando en las comunidades la reacción reivindicando sus derechos consuetudinarios de soberanía y autonomía:

 “Con fundamento en el derecho histórico que nos asiste, en el derecho de ejercer nuestra soberanía y nuestra libre determinación para decidir nuestro presente y nuestro futuro y con fundamento en que somos los legítimos herederos y dueños de estas tierras, nosotros, miembros y comunidades de la Nación Purhépecha, hemos acordado emitir el siguiente DECRETO: primero: Se desconocen las reformas al artículo 27 constitucional y las modificaciones posteriores que se realicen a la Constitución de los Estados Unidos Mexicanos en los artículos y fracciones que benefician a las comunidades indígenas, a los trabajadores y al pueblo en general, tales como los artículos 3º., 123 y 130 constitucionales. Segundo: Reivindicamos el carácter imprescriptible, inalienable e inembargable de las tierras comunales y ejidales y su concepción de propiedad social. Tercero: Se expulsarán a todos los comuneros y ejidatarios que en lo personal vendan parcelas o tierras. Cuarto: Se desconocen a todos los lideres, dirigentes que sin consultar con sus bases, firmaron la reforma al artículo 27 constitucional” (Nación Purhépecha 1991: 3)

La liberalización repentina de los mercados agrícolas –conocida como el fenómeno de las carteras vencidas- arroja una crisis existencial (Concheiro Bóquez 2012) mismo que desemboca en alianzas regionales de comunidades y en el ¡Ya basta! zapatista.

El punto de partida –afirma Gunther Dietz (1995,: 20)-  lo conforma la defensa de la integridad territorial de la comunidad indígena, la coalición de comunidades se transforma paulatinamente no sólo en una importante instancia de intermediación, sino también en un nuevo nivel de articulación política que se va insertando entre las comunidades y el Estado.

La búsqueda de autonomía es desde este momento un interés comunitario:

 “Autonomía no es secesión…autonomía es por el contrario la primera oportunidad de que los pueblos indígenas tendríamos para poder ser, por primera vez, verdaderos mexicanos. Los pueblos indios de México queremos, deseamos, integrarnos plenamente a México, pero sin que implique asimilación o integracionismo. El reconocimiento jurídico a la autonomía es la garantía para que esto no suceda. El reconocimiento a la Autonomía indígena constituye la única vía para sentar bases democráticas de relación entre los pueblos indígenas y el Estado, pero también de la relación entre indios y mestizos” (CNI 1994: 3).

El zapatismo existe en la medida en que se disuelven las viejas categorías y esquemas arcaicos del pensamiento político mexicano; su lectura se articula      entre la dimensión local, nacional e internacional como una guerrilla posmoderna, que se resuelve por un movimiento virtual y que adquiere calidad moral en la medida que se universaliza su sentido.

La irrupción del zapatismo coincide con la proclamada llegada de México al primer mundo, con la firma del Tratado de Libre Comercio (TLC) con un simulacro de globalización donde no son incluidas todas las capas sociales; bajo una lógica económica con estándares de compra-venta con la cual quedan fuera del juego diez millones de indígenas, como si no fueran mexicanos, porque nunca habían sido tratados como tales. Es el neoliberalismo el que lleva a los indígenas a la revuelta, desde que empieza a instalarse con toda su crudeza en 1982. No es el zapatismo, sino el neoliberalismo el que lleva a la opción: o permanencia y lucha o desaparición y muerte.

De hecho el movimiento zapatista tiene que ver con el sentido ético de la política, que inició con una propuesta autonómica indígena; la base se halla en la realización de un nuevo orden internacional que propone liquidar o excluir a una parte de la humanidad; liquidando su historia, liquidando los Estados nacionales, para que no se opongan a los designios economicistas.

Entonces, el problema se instala en la lucha por la soberanía, expresión de angustia ante el vacío de la globlalización, tema central que Florescano trabaja en su texto ‘Etnia, Estado y Nación’ acercando al indio como parte o no de la nación; bajo la tesis del salvaje ante el espejo.

Enrique Florescano se pregunta por las causas del rechazo histórico hacia el indígena y lo descansa en la construcción de la falacia que sólo hay una identidad común, la que se identifica con el sector que ha conseguido la hegemonía y el derecho a la interpretación de la identidad mexicana. De lo que  resulta que la pregunta, al final de un siglo XX, tiene que ver más con procesos autonómicos, que con reinvocaciones sociales.

El problema, es que no hay democracia, ni libertad, ni justicia para que las propuestas del buen salvaje respondan el EZLN:

 “Nosotros planteamos, primero, que la democracia no sólo es democracia electoral, pero no excluye la democracia electoral. Entonces, decimos: la democracia electoral implica a una serie de actores y es necesaria y hay que luchar por ella. La democracia en un país democrático no se limita a tener elecciones democráticas. Tiene que ver con algo más profundo que es la relación entre gobernantes y gobernados. Nosotros ahí hacemos nuestra mayor apuesta, no la llegada a la ciudad de México, no a la invasión de Europa por Durito en una lata de sardinas. El desafío más grande del zapatismo es proclamar que es posible hacer política sin plantearse la toma del poder. Nosotros decimos que sí. Y apostamos: qué tipo de política se va a producir si no está el referente de la toma del poder, qué es el referente electoral, [….] Nosotros no nos alzamos para entrar en ese juego de relaciones políticas sin calificar si son buenas o malas, […] El problema está más acá, en el sector de los gobernados, sin referencia social”. (EZLN 1995)

Según Enrique Dussel los tres criterios de validez ética de la proclama neozapatista se encuentran en: La reivindicación de la dignidad indígena y un reconocimiento de su condición y calidad de persona.

El cumplimiento de las exigencias de la reproducción de la vida dado que   la  existencia humana, es la de un ser corporal. Todo el tema de la pobreza, de la miseria, es una manera de nombrar la no posibilidad, la imposibilidad, de reproducir la vida indígena.

El tercer criterio de validez ética fundamental es la comunidad, porque todo acto que pretenda esa validez ha de ser solidario y la comunidad es la  piedra angular de la democracia indígena, donde el nosotros, pasa por encima del yo, supuesta la dignidad personal de cada individuo. Como se observa, se parte del memorialismo indígena para darle sentido en         el presente a las demandas de libertad, justicia y democracia con las que los indígenas dan su sentido a la llamada modernidad.

De hecho, asistimos al primer holocausto de la modernidad, que proclama un movimiento político-militar que expresa articuladamente una etnia, un pueblo, una nación originaria de este continente. En términos filosóficos se vincula cultura y conciencia, ingredientes que producen una revolución cultural incluyente. El antecedente necesario, para ello, se refiere a la consideración que sobre el gobierno mexicano se tiene, ya que hoy, se pone a la vanguardia de las estrategias etnófagas que van aparejadas con los aires neoliberales.

El gobierno neoliberal se autocalifica como innovador y reformador, pero contempla a las comunidades como opuestas al cambio. Los prejuicios contra la comunidad, y la identidad cultural se agudizan vía la contraposición entre etnicidad y atributos jurídico-políticos de la sociedad nacional; en particular, los conflictos que a menudo se presentan entre derechos y garantías individuales; tradición nacional-estatal versus usos y costumbres consuetudinarios que dan sentido al propio derecho de las etnias.

Lo que ocurre en México – nos dice Díaz Polanco - podría anticipar el sentido de las nuevas políticas que tendrán que enfrentar los pueblos indios de otros países. De entrada, colocan la problemática étnico-nacional y el tema de la autonomía en el centro de la agenda nacional.

 “A mitad de los años noventa, la sociedad mexicana se hallaba en una importante coyuntura jurídico- política, de posibles consecuencias trascendentales para el futuro próximo de millones de indígenas. Por un lado, se encontraba el ofrecimiento del gobierno de reglamentar el primer párrafo del artículo 4º. De la Constitución Política, para dar respuesta de esa manera a las demandas de los pueblos; por otro, la exigencia de las organizaciones indias de que se ampliaran los derechos reconocidos en la Carta Magna y, luego se procediera a definir la ley adjetiva. El párrafo adicionado en 1992, por iniciativa del poder ejecutivo, se refería casi exclusivamente a los derechos culturales de la población indígena. En la reforma, la formulación que recibieron tales derechos ciertamente planteó restricciones a la aspiración autonomista que ya venían manifestando los pueblos indios. Pero tal circunstancia se vio complicada a partir de las adiciones y cambios que sufrió al artículo 27 constitucional a principios de 1992, y de lo contenido en la correspondiente ley reglamentaria que fue aprobada a toda prisa” (Díaz Polanco 1998:129)

La cancelación de tajo de los fundamentos básicos del pacto agrario, produjo un viraje radical, sobre todo a partir de las modificaciones del artículo 27 en 1992, bajo la perorata de desmantelar el estatismo rural y las prácticas populistas. La nueva legislación agraria liberalizó los controles de grupo y creó    los mecanismos jurídicos para que, bajo determinadas condiciones, los ejidatarios pudieran ceder sus derechos de usufructo sobre sus recursos; poner las tierras en manos de terceros para su explotación y enajenación. Todo lo cual, contribuye a la desintegración de los pueblos indígenas, en la medida en que debilita la cohesión interna y se pierde su sustentación de base.

Al parecer, el problema se reduce a un asunto agrario, pero en el fondo subyace un conflicto cultural, ya que lo que está en juego es la sobrevivencia en términos culturales y socioeconómicos de la cuestión étnico-cultural en busca de la democracia, amplía la participación de los sectores sociales y políticos del país.

Recordemos que ningún fenómeno social resulta de una causa única; intervienen diversos factores, con peso distinto. Así –nos dice Díaz Polanco- el             presidente Salinas, recordó lo obvio en su último informe de gobierno: que la pobreza no era suficiente para explicar el levantamiento neozapatista. No citó la   acción gubernamental misma, que dio origen a la pobreza, la desigualdad, la opresión, la discriminación sociocultural.

En fin, la política salinista incluyó reformas que tuvieron impacto en la vida y en el ánimo de las comunidades; su remate fue la firma del TLC, considerado en su momento por EZLN como el “acta de defunción de las etnias indígenas en México, que son prescindibles para el gobierno”. (ibidem: 155).

El alzamiento había puesto la autonomía, junto a los reclamos de democracia, libertad y justicia, en el centro de las demandas enarboladas por los pueblos indios, y este programa encontró eco en amplios y diversos sectores de la sociedad nacional; se podía o no estar de acuerdo con la propuesta autonómica, pero lo que no podía ponerse en duda era que constituía una auténtica demanda indígena, voz que repercutió en Sacanch’en de los Pobres o San Andrés Larráinzar.

A modo de conclusión, la fórmula restrictiva que estableció el artículo 4º., de la Constitución por lo que se refiere a los pueblos indios y, después, con las modificaciones del pacto agrario trazadas por la reforma del artículo 27 constitucional y la Ley Agraria, plantearon la idea de abrir el camino legal a la autonomía como un camino realista y prudente.

La idea de autonomía, no surgió por generación espontánea en 1994, ni fue una invención del EZLN. Los planteamientos autonómicos, en su formulación contemporánea, estuvieron presentes durante mucho tiempo en el discurso de diversas organizaciones indígenas antes de la sublevación.

El verdadero mérito de los zapatistas radicó en dos cosas:

.1- Su capacidad para enlazar la democracia, justicia y libertad con la demanda indígena de autonomía y

2.- Colocar dichas demandas en la tribuna nacional

 

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Artículo publicado en la Revista Xictli de la Unidad UPN 094 Ciudad de México, Centro, México. Se permite el uso citando la fuente u094.upnvirtual.edu.mx

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