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Año: 2021 Mes: ENERO-ABRIL Número: 89
Sección: INVESTIGACIÓN Apartado: Filosofía
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LA ÚTIL PREGUNTA SOBRE DE LA INUTILIDAD DE LA FILOSOFÍA
Dra. Marina Dimitrievna Okolova

Universidad Pedagógica Nacional, Unidad Ajusco

 

Una cosa es constatar y describir las opiniones de los filósofos.

Otra muy distinta, discutir con ellos sobre lo que dicen…

M. Heidegger ¿Qué es la filosofía?

 

Este pequeño texto invita a quienes han tenido un encuentro con el saber filosófico, pero no van a dedicar su labor profesional a la filosofía académica, reflexionar sobre el significado, el valor teórico y la relevancia de este tipo de experiencia cognoscitiva. Reivindicar el prestigio de la filosofía no es una tarea fácil y esto se debe no solo porque se trata de comprender un fenómeno complejo y dinámico que se encuentra inmerso en una constante evolución, sino también porque el terreno del saber filosófico está casi por completo invadido por las ciencias o conocimientos especializados que parecen dejar a los filósofos “sin nada de qué ocuparse” (Polo, 2015, p. 23). Además, en el imaginario colectivo la representación por poco ya arquetípica de un filósofo se refiere a un personaje estrafalario que siempre anda por las nubes perdido en las especulaciones estériles. Esta imagen engañosa y caricaturesca pero muy habitual del quehacer filosófico opaca el talante serio, riguroso y profundamente humanístico de la filosofía. “La filosofía es un modo de recordar al hombre su dignidad, es uno de los grandes cauces por los que el hombre da cuenta de que existe. Los grandes filósofos han sido humanistas” (Polo, 2015, p. 29).

Cuando se pregunta ¿qué es la filosofía? ya es un tópico referirse al memorable comentario de Aristóteles que todos los hombres por naturaleza desean saber. Según las palabras de este pensador,

los hombres —ahora y desde el principio— comenzaron a filosofar al quedarse maravillados ante algo, maravillándose en un primer momento ante lo que comúnmente causa extrañeza y después, al progresar poco a poco, sintiéndose perplejos también ante cosas de mayor importancia (Metafísica I, 2, 982b15).

Este deseo de conocer está evocado en el mismo origen etimológico de la palabra griega “filosofía” que proviene del verbo philein (=amar) y del sustantivo sophía (=sabiduría). El significado de este vocablo usualmente traducido como “amor a la sabiduría” designa aquella inclinación o disposición activa hacia la indagación de la verdad. En otras palabras, el término “filosofía” se refiere al compromiso manifiesto con la búsqueda del conocimiento, pero asimismo advierte que la filosofía no es ella misma un saber, sino el impulso o esfuerzo requerido para conseguirlo. Como bien señala Polo, “los primeros filósofos griegos se llamaban sophói, pero pronto cayeron en la cuenta de que esto era excesivo y se presentaron entonces a sí mismos como amantes de la verdad, de la sabiduría, como filósofos” (Polo, 2015, p. 21). A su vez, García Morente (2004) puntualiza el significado de la filosofía como “El esfuerzo sistemático por develar el eterno enigma que hostiga sin cesar la insaciable curiosidad del hombre…” (p. 7).

Es de esperar que la investigación filosófica, como cualquier otro tipo de estudio, cobra sentido si puede satisfacer esta curiosidad del hombre al ofrecerle respuestas a sus interrogantes. Cabe sin embargo preguntarse ¿qué clase de enigmas trata de develar la filosofía? y si hay un tipo de conocimiento que sea capaz de dar cumplimiento a este esfuerzo. Estas preguntas adquieren aún más relevancia si se recuerda la advertencia de Kant sobre la muy desafortunada condición de la razón humana de “hallarse acosada por cuestiones que no puede rechazar por ser planteadas por la misma naturaleza de la razón, pero a las que tampoco puede responder por sobrepasar todas sus facultades” (Kant, 1997, p.7).

Considerando lo anterior, es preciso poner en cuestión el mismo anhelo intelectual de indagar la verdad de las cosas alentado por el asombro y reforzado por la aguda intuición que existe una profunda afinidad entre el ser y el pensar. Es un tópico atribuir el origen de la filosofía, siguiendo la pauta de Aristóteles, al sentimiento de admiración o de asombro que despierta una serie de dudas y asimismo permite cobrar conciencia de la propia ignorancia. De ahí nace el deseo de conocer la realidad más allá de su fluidez cotidiana y también más allá de las verdades avaladas por el prestigio de la tradición. “La admiración, –dice Polo–, no es la posesión de la verdad, sino su inicio. El que no admira, no se pone en marcha, no sale al encuentro de la verdad” (2015, p. 28). Y más adelante este autor continúa: “La admiración tiene que ver con el asombro, con la apreciación de la novedad: el origen de la filosofía es algo así como un estreno. A ese estreno se añade el ponerse a investigar aquello que la admiración presenta como todavía no sabido” (Polo, 2015, p. 28). Así, el hombre se aventura a descifrar los enigmas de la vida y del mundo (Heidegger) motivado por el asombro que convierte la realidad habitual que lo rodea en algo que suscita preguntas. Como bien señala Nicol, “la filosofía no sustituye lo obvio con lo enigmático: descubre que lo enigmático está en lo obvio” (Nicol, 1982, p. 272). El asombro, thaumázein, del que nos hablan Platón y Aristóteles no es “el mero maravillarse del primitivo ante un mundo natural inexplicado, sino más bien caer en cuenta de que las explicaciones habituales […] no valen para entender la realidad” (García Gual, 2000, p. 58). La filosofía nace como impulso intelectual cuya novedad se centra en la posibilidad, según Heráclito, de “hablar de las cosas como son, según su naturaleza”.

Para lograr este objetivo no es suficiente guiarse por lo que suele llamarse la actitud natural ante las cosas, esto es, asumir que las cosas son como se nos aparecen espontáneamente (como útiles, como deseables, como agradables o desagradables, etc.). La actitud natural nos entrega el mundo tal como es por relación a nosotros mismos. El mundo circundante se presenta ante el hombre como una colección de cosas disponibles que atraen su atención, pero no despiertan curiosidad intelectual. El hombre sabe qué son todas estas cosas que lo rodean, esto es, sabe para qué sirven y mientras las ve como instrumentos no suele cuestionarlas porque lo que está a la mano como lo útil no causa ningún asombro. Además, como señala Heidegger, los utensilios nunca se presentan como objetos aislados, sino forman conjuntos unidos por una función específica y estos conjuntos, a su vez, forman series de referencias que apuntan a una finalidad pragmática (un lápiz que sirve para escribir remite al cuaderno que, a su vez, remite al papel y éste a la producción de celulosa y así sucesivamente). En este mundo de los entes disponibles nada despierta la curiosidad porque todo es familiar, pero una cosa es usar las cosas y otra saber qué son. Si queremos “hablar de las cosas como son, según su naturaleza”, es preciso “mirar” (theoreîn) el mundo de otra manera, adoptar una actitud diferente, una “actitud teórica” (Fernández Liria, 2010, p. 16).

En este sentido es comprensible la idea de Heidegger (2001) quien escribió que filosofar es “el extraordinario preguntar por lo extra-ordinario" (p. 21). La filosofía es este mirar extra-ordinario, llamado por los griegos theoreîn que abre la posibilidad de un conocimiento entendido como episteme, que es un esfuerzo intelectual por encontrar un orden y una conexión intrínseca en el despliegue y la dispersión de los acontecimientos individuales. De esta manera, la razón humana se presenta como “facultad de hablar de todo, en nombre del Todo” (Nicol, 1982, p. 276) y el filósofo se convierte en el portavoz de esta unidad radical. Para referirse a la unidad buscada los primeros filósofos acuñaron la noción de arché que en el uso común de esta palabra solía indicar un evento inicial a partir del cual se desenvolvería toda una cadena de suceso. (Calvo Martínez, 2000, p. 25)

La idea de un inicio o principio implica también la idea de una conclusión o de un cumplimiento de lo que había iniciado que no es otra cosa que el orden universal o pluralidad ordenada. Además, este orden no es cualquier disposición sino la más adecuada y oportuna en cuya virtud no solo existe todo y todo es conocido sino también es apreciado como bueno y bello.

Así, pues, la filosofía nace como un saber que no indaga sobre las cosas, sino sobre principios y como tal viene acompañada por una sensación de que se trata de una indagación de poca utilidad. Para ocuparse de las cosas no hace falta, como se percataron los sofistas, conocer los principios; si todo es relativo, según la tesis sostenida por Protágoras, entonces “sólo vale lo que se tiene en las manos” (Polo, 2015, p. 36), pero el filósofo, metafóricamente hablando, no tiene nada en las manos porque renuncia la seguridad del conocimiento empírico e indaga sobre el fundamento de todo aquello que se le ha aparecido como real.

Sin duda, es una aspiración osada y más todavía si se pretende lograr lo propuesto apelando únicamente a la razón sujeta tan solo a la forma y los criterios de su propio proceder. Platón, por ejemplo, afirma que “son filósofos los que pueden alcanzar lo que se comporta siempre e idénticamente del mismo modo” porque “siempre aman aquel estudio que les hace patente la realidad siempre existente y que no deambula sometida a la generación y a la corrupción” (República, 484b). Cabe, sin embargo, recordar que no hay un ser humano que puede evadir el peligro del infortunio y de la derrota, y el filósofo no es la excepción. “No es filósofo aquel que, llevando algunos años dedicado a pensar, no haya sospechado alguna vez que es un incapaz, porque se encuentra con asuntos que no acaba de aclarar” (Polo, 2015, p. 40). En otras palabras, el filósofo no solo pone en tela de juicio su propia capacidad de conocer sino la posibilidad misma de ocuparse filosóficamente de la realidad. La admiración que había motivado la búsqueda filosófica también hace aparecer la duda sobre el alcance y la certidumbre del conocimiento humano.

La admiración, –dice Polo–, puede derivar, no ya a la sospecha de que uno es poco capaz, sino hacia la idea de que la verdad es inasequible. Lo admirable seria entonces admirable, pero estaría fuera del propio alcance. […] La admiración se transforma en su opuesto, es decir, en pesimismo. Es como si fuera forzoso dejar de mirar porque no vale la pena insistir. (2015, p. 40)

Si la duda y el zozobro permanecen, el filósofo abandona su búsqueda y se dedica a la retórica. Y los que siguen la senda del quehacer filosófico, no pueden obviar esta dificultad, por no decir paradoja, que entraña el afán de indagar la verdad de las cosas. El filósofo a diferencia de aquellos que pretenden llamarse sabios solo sabe que nunca llega ni llegará a saber lo que tanto anhela. Precisamente por esto los primeros filósofos renunciaron llamarse sabios y optaron por ser amantes de la verdad. Únicamente Dios o una divinidad ve todo y sabe todo, mientras que el ser humano solo logra un saber tan incompleto y tan precario que comparado con lo que ambiciona conocer parece algo ínfimo e irrisorio: Teognis afirma que “nada sabemos los humanos y asumimos cosas erróneas” y, en consonancia con él, Semónides de Amorgos admite que “los hombres no poseen comprensión: llevan una vida efímera como el ganado y no saben nada de nada” (como se cita en Schäfer, 1999). Jenófanes afirma prácticamente lo mismo: “no hay ni habrá un varón que haya conocido lo patente o haya visto cuantas cosas digo acerca de dioses y de [todo. Pues aunque llegara a expresar lo mejor posible algo [acabado, él mismo no lo sabría; la conjetura, en cambio, ha sido [asignada a todos” (frgm. B34).

La historia de la filosofía parece confirmar esta visión pesimista. La filosofía se presenta a lo largo de su historia como un amplio conjunto de problemas abiertos y cuestiones que se replantean con cada nuevo estudio sin llegar a resolverse de manera concluyente. La evidente falta del dominio científico (en términos de la ciencia experimental) que permite explicar y solucionar los problemas concretos de manera concreta ha llevado el quehacer filosófico a un cierto descrédito. Hegel, por ejemplo, inicia sus Lecciones sobre la historia de la filosofía lamentando que “la idea muy corriente de la historia de la filosofía ve en ella, simplemente, un acervo de opiniones filosóficas, que van desfilando por esa historia tal y como surgieron y fueron expuestas a lo largo del tiempo”. (1995, p. 17) Vista así la filosofía se parece a “un campo de batalla cubierto de cadáveres, un reino no ya solamente de individuos muertos, físicamente caducos, sino también de sistemas refutados, espiritualmente liquidados, cada uno de los cuales mata y entierra al que le precede” (Hegel, 1995, p. 22). Si lo único que comparten los filósofos son sus discrepancias, la filosofía no pasa de ser “materia de ociosa curiosidad o, si se quiere, de erudición. Al fin y al cabo, la erudición consiste, principalmente, en saber una serie de cosas inútiles, es decir, de cosas que, por lo demás, no tienen en sí mismas otro contenido ni otro interés que el de ser conocidas” (Hegel, 1995, p. 18). Por su parte, Hegel sugiere que para evitar este peligro de convertirse en la “materia de ociosa curiosidad”, la filosofía debe llegar a un punto final y cristalizar su búsqueda en un sistema que no es otra cosa sino la expresión de una verdad absoluta. En otras palabras, las interrogantes filosóficas solo pueden resolverse en el horizonte de la totalidad, por esto el estudio de lo absoluto es la clave de la búsqueda filosófica. Según Bertelloni y Tursi (2007),

…la filosofía es tan totalizante en sus pretensiones que ella no solamente aspira a explicar la realidad como totalidad, sino que inclusive aspira a incluir dentro de su propio discurso a las otras explicaciones de la realidad, como por ejemplo las ciencias y las otras filosofías. De allí que, en virtud del carácter totalizante de la filosofía, las preguntas filosóficas abarquen todo el ámbito del conocimiento posible, es decir, no solamente toda la realidad, sino también todo lo que se ha dicho acerca de ella (p. 7).

Sin embargo, justo esta finalidad: reducir la diversidad sensible a la unidad de unos principios inteligibles es la que confiere a la filosofía su talante aporético[1]. La aporía o paradoja no surge a causa de la ignorancia o falta de pericia del investigador, sino reside en la naturaleza misma de lo que se indaga. La dificultad que desafía el razonamiento “pone de manifiesto lo problemático de la cosa” (Metafísica, B, 1, 995a30). En efecto, los primeros principios que estructuran la diversidad fenoménica no son un dato que puede medirse y verificarse, por lo que, la filosofía ha acuñado el término metafísica cuya preposición metá “ha representado siempre el territorio del ser inasequible a la experiencia inmediata y común”. (Nicol, 2003, p. 24) El quehacer filosófico consiste en la apropiación cognoscitiva de la “totalidad de las particularidades” (Hegel) y el sentido común sugiere que esta apropiación solo puede realizarse como una progresiva aproximación a la verdad que, evidentemente, en virtud de la naturaleza de lo buscado, nunca llega a agotarse en un tipo de saber concreto. Parafraseando a Hegel, podemos decir que la filosofía no se agota en su fin, sino está intrínsecamente unida a su devenir. Resulta que el objetivo que aspira el filósofo es un final de un camino infinito. Por eso Kant (1997) sostenía que “la filosofía es la mera idea de una ciencia posible que no está dada en concreto en ningún lugar, pero a la que se trata de aproximarse por diversos caminos” (p. 651), así que “no es posible aprender filosofía” solo se puede “aprender a filosofar, es decir, a ejercitar el talento de la razón” (p. 651). El saber filosófico siempre es una docta ignorancia, una paradójica sabiduría socrática que sabe que no se sabe nada.

Cabe, sin embargo, recordar, que la ignorancia de Sócrates quien todo el tiempo estuvo enfocado en las preguntas, es mucho más fecunda que todas las respuestas dadas por sus adversarios. A diferencia de aquellos que creen que alcanzaron la sabiduría, Sócrates vive su ignorancia como una apertura, una determinación para hallar caminos siempre nuevos. El carácter aporético de la filosofía no necesariamente debe interpretarse como ausencia de la “positividad”, carencia de los resultados indiscutibles.

La aporía, –dice Aubenque–, no es ni una detención definitiva ni un camino unívoco, sino la plurilateralidad de las vías que se abren a nosotros. Es por ello por lo que la aporía no nos invita a un progreso lineal, sino más bien a un constante vaivén desde un camino que no se muestra como el bueno a otro” (2007, p. 12).

La filosofía es este constante vaivén del hombre que sabe preguntar. Y, paradójicamente, saber preguntar no es menos útil que el saber de hallar las respuestas. Tal como nos mostró Sócrates, la ignorancia no consiste en no conocer las respuestas, sino en no saber plantear preguntas.

Saber preguntar nos enseña a pensar, esto es, nos enseña ver problemas donde los demás solo ven cosas; enseña a cultivar el dialogar en lugar de generar los monólogos. Pero y, sobre todo, saber preguntar nos enseña a pensar por sí mismos, servirse de nuestra propia razón (Kant) en lugar de aceptar las verdades trilladas expresadas y promovidas por los otros[2]. La filosofía, en esencia, es un saber preguntar, una inquietud por conocer que devuelve al hombre la dignidad de un ser pensante, un verdadero homo sapiens.

 

Bibliografía:

Aristóteles. (1994). Metafísica. Madrid: Gredos.

Bertelloni, F., y Tursi, A. (2007). Introducción a la filosofía. Buenos Aires: Eudeba.

Fernández Liria, P. (2010). ¿Qué es filosofía? Madrid: Akal.

García Gual, C. (2000). Apuntes sobre los comienzos del filosofar y el encuentro griego Mythos y Logos. Daimon: Revista internacional de filosofía, 21 (S), 55-66.

García Morente, M. (2004). Lecciones preliminares de filosofía. Buenos Aires: Losada.

Heidegger, M. (2001). Introducción a la metafísica. Barcelona: Gedisa.

Kant, E. ¿Qué es la Ilustración? Filosofía de la Historia, Madrid, Fondo de Cultura Económica, 2000, 25-37.

Kant, I. (1997). Crítica de la razón pura. Madrid: Ed. Santillana.

Kant. I. (1998). Crítica de la razón pura. Madrid: Ed. Santillana, decimocuarta edición.

Los filósofos presocráticos I. (1981). Madrid: Gredos.

Nicol, E. (1982). Crítica de la razón simbólica. México: Fondo de Cultura Económica.

Nicol, E. (2003). Metafísica de la expresión. México: Fondo de Cultura Económica, 2ª reimp.

Platón. (1988). Republica. Madrid: Gredos.

Polo, L. (2015). Introducción a la Filosofía: obras completas, serie A, volumen XII. Pamplona: EUNSA. Editor David González Ginocchio.

Schäfer, C. (1999). Los orígenes del pensamiento escéptico antiguo. El “pesimismo gnoseológico” de los Presocráticos y su influencia en la filosofía antigua. Revista de filosofía, 22, 95-127.



[1] La palabra aporía que tiene origen griego άπορία se refiere a la ausencia de πόρος, esto es, la ausencia de camino (Aubenque, 2017).

[2] Desde luego, es muy cómodo dejarse guiar por los saberes ya disponibles: “Tengo a mi disposición un libro que me presta su inteligencia, un cura de almas que me ofrece su conciencia, un médico que me prescribe las dietas, etc., etc., así que no necesito molestarme. Si puedo pagar no me hace falta pensar: ya habrá otros que tomen a su cargo, en mi nombre, tan fastidiosa tarea”. (Kant, 2000, p. 25).


Artículo publicado en la Revista Xictli de la Unidad UPN 094 Ciudad de México, Centro, México. Se permite el uso citando la fuente u094.upnvirtual.edu.mx

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